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ángela saiz alonso
Jueves, 24 de octubre 2019, 13:09
Las fechas cuadraron así. Tras salir de mi retiro de meditación de 10 días, cogí un tren directo al aeropuerto de Barcelona; me esperaba mi vuelo a Atenas. Mi mochila y yo estábamos preparadas para seguir esa aventura que yo había elegido vivir. No eran ... unas vacaciones, como la gente se pensaba al ver que no volvía a Bilbao (era la semana de fiestas de mi ciudad y lo que más me apetecía era evitarlas, al contrario que la gran mayoría). Era mi viaje interior y ha sido mi viaje del año, sin duda. Fue muy extraño volver a hablar (a mi compañera de habitación Roks y a mí nos pasó lo mismo, al retomar «la palabra» tras 10 días sin tener una sola conversación, sentimos nuestra voz muy débil, casi afónica, como si no recordara cómo se emitían los sonidos... un hilo de voz nos sorprendió a ambas y preferimos «aislarnos» de nuevo y quedarnos en silencio otro rato, las dos juntas). Fue raro también volver a coger el móvil (el tacto de mis dedos con la pantalla fue tan desconocido para mí que preferí esperar un poco más hasta empezar a teclear de nuevo y contestar cada mensaje de apoyo y cariño... lo que sí hice fue hablar por teléfono durante horas con mi hermano y llamar a mis seres queridos para que supieran que todo estaba bien y que comenzaba mi viaje a Grecia) y, para qué mentirnos, fue duro para mí volver a la civilización.
Estoy escribiendo esta serie de artículos dos meses después de haber salido del retiro de silencio. Por eso, hay ciertas cosas que, aunque trate de describirlas ahora, no me siento igual que en aquel momento, y mis descripciones no son las apropiadas. Por eso, hice bien en retomar la escritura en cuanto salí. Escribir siempre ha sido mi terapia y desde que era una niña me ha servido para entenderme (mejor) a mí misma y aclarar mis ideas. No sé si os pasa igual, pero si no, os recomiendo probarlo. ¡Las letras pueden salvarnos! Este es uno de los textos que escribí y quiero compartirlo con vosotros para que podáis entender cómo me sentí aterrizando en una ciudad que no era la mía, hablando en un idioma que no era el mío (en el retiro de yoga hablábamos en inglés porque vino gente de todas partes del mundo a hacerlo), rodeada de gente que no conocía, tras 10 días en silencio y búsqueda interior.
«El último día del retiro de silencio, cogí un avión y me fui a Grecia a un retiro de yoga. Me disponía a viajar sola y el trayecto fue bien. Al llegar a Atenas, la situación me desbordó. En el aeropuerto, a rebosar de gente, me sentí fuera de lugar. Con mi mochila a la espalda, me senté y observé durante largo rato. Solo quería volver a la paz que experimenté cada día al observar el Montseny y los colores del amanecer en el retiro de silencio. Qué ironía. Una vez en el Peloponeso, me sentí realmente perdida en un lugar bello con vistas al mar. Comencé a llorar. No está normalizado ponerse a llorar en público; la gente se asusta y no sabe cómo reaccionar, se siente incómoda si lloras delante suyo. Por eso me fui a dar un paseo, sola. Metí los pies en el agua salada y observé cómo los erizos de mar sentían mi presencia. Observé y observé. Llevaba diez largos días sin hablar ni tener contacto físico con nadie y todo aquello me superaba. No quería pensar. No quería hablar (y menos, en inglés, que no era mi idioma). Quería estar callada, de nuevo. Quizá no estuviera preparada para salir, tan rápido, «al mundo exterior». Se me hizo duro pensar que no había tomado la decisión correcta. Quise marcharme a casa (como los días 1 y 2 de meditación en Dhamma Neru) y poder abrazar a mi hermano. Me sumergí en el mar y mi mente se calmó, por fin. Podía controlar cómo me sentía y así lo hice. Cené deliciosa comida griega y dormí profundamente. Todo pasa y todo es impermanente y, precisamente por eso, la sensación de angustia se desvaneció al día siguiente y fui sintiéndome mejor. Continué mi búsqueda interior haciendo yoga dos veces al día con mi dulce Kat Webster (a la que abrazaba en cuanto tenía ocasión) y emprendí mi viaje por Grecia de verdad. Valoré el haber decidido viajar sola y me sentí fuerte, una vez más. Estaba haciendo las cosas bien, lo sabía. Las islas Cícladas que visité al final de mi viaje me lo confirmaron; me dieron la tranquilidad necesaria para volver a casa. La ira y la rabia se habían desvanecido de mi interior y daban paso al amor puro y la calma».
No voy a negar que al comienzo del retiro de yoga me asusté por mi torrente de emociones y sensaciones al volver al mundo real y quise volver a mi casa. Pero Kat, la profesora de yoga (a la cual conocía, tal y como os conté en la anterior entrega), tuvo la calma y energía positiva suficiente para infundirme las ganas y valor de quedarme en el retiro toda la semana y así fue. Practicábamos clases de Vinyasa al amanecer, relajación y meditación después y otra clase de yoga al atardecer. Cada día de 11.00 a 17.00 horas teníamos libre y muchos de los días yo me fui sola por el Peloponeso, la región de Grecia en la que estábamos. Este retiro de yoga no consistía en aislarnos, simplemente en estar relajadas y haciendo yoga con Kat en un lugar de la costa griega precioso. Pero yo decidí «aislarme» del grupo (éramos unas 10 personas) en varias ocasiones. Me iba por ahí, a andar, en bus o taxi, de playa en playa. Tenía ganas de conocer Grecia y en seis horas libres al día me daba tiempo para ir descubriendo más parajes maravillosos... Grecia me estaba cautivando con su belleza blanca y azul, su gente local y la tranquilidad de cada lugar que recorría. Grecia estaba en calma y era realmente bella, como mi yo interior.
Uno de los días, decidimos alquilar un barco entre todas. Soy una piscis muy piscis y mi amor por el mar no tiene límites. Suena ñoño, pero es así. Desde pequeña he viajado a islas, tengo familia en Eivissa (la considero «mi isla» desde que la pisé por primera vez en 2005, descubrí que mis primos hippies vendían anillos de plata en un puesto del Hippy Market de Es Canar y comencé a descubrir cada una de sus calas y lugares llenos de magia) y cada vez que necesito desconectar, acudo al mar. Viviendo en Bilbao, piso la playa cada semana (sí, incluso cuando llueve o hace un frío del carajo), mi último baño del año suele ser en noviembre y el primero en febrero. Desde siempre he sentido que pertenezco al mar y la idea de ir a descubrir islas en un barco griego capitaneado por alguien que conocía la zona no podía parecerme más atractiva. Escribí esto tras nuestro viaje de un día por las islas sarónicas griegas:
«Descubrimos una isla desierta saliendo de Epidavros, Peloponeso. No estaba habitada y su agua era más turquesa de lo normal. Yves, el capitán del humilde barco griego que nos llevó hasta allí, era francés y nos contó una historia. Cerca de esa isla, hace ya algún tiempo, echó el ancla de su barco y se fue a bucear. Cuando salió a la superficie, pasadas unas horas, su barco se había ido lejos, con el vaivén de las olas; por alguna extraña razón, el ancla había fallado. Yves se encontró solo en medio del mar, algo asustado por ver cómo su barco seguía alejándose y no pudo hacer otra cosa más que nadar. Tras un largo rato, Yves notó algo en sus piernas, algo le rozó. No le dio importancia, pero volvió a ocurrir. Se sumergió y vio una docena de delfines mirándole. Estaban ahí, bajo el agua, esperando señales de Yves, comprobando que ese hombre estaba bien. Los delfines, con su ecolocalización, vieron a un hombre solo nadando durante largo rato en medio del mar y fueron para ofrecerle ayuda. Le guiaron hasta el barco. Yves se sintió pleno, feliz y eternamente agradecido a aquellos bondadosos delfines. La ley de la naturaleza es maravillosa y los animales son sencillamente increíbles. La isla se llama Nisída Kyrà, pertenece a las islas sarónicas y es un paraíso desierto y lleno de magia, donde ocurren cosas como estas».
Tras el retiro de yoga, renovada y más tranquila que una semana atrás cuando pisé territorio griego y no quería saber nada de la civilización, cogí mi mochila, me planté en Atenas y cogí un barco. No tenía nada planeado, lo cogí tan solo unas horas antes. Decidí no visitar Mykonos, a pesar de que era una de las islas que más me habían recomendado. Era principios de septiembre y todo debía estar hecho un desastre en la isla por toda la gente que la había pisado durante el mes de agosto. Por eso decidí ir a Santorini, otra maravilla griega que estaba deseando visitar. La verdad, en todo momento tuve suerte. Suelen decir que hay que tener un sexto sentido cuando viajas, pero yo lo tengo siempre activado y mi intuición nunca me falla. Quizá sea por la cantidad de viajes que he hecho sola o porque es algo innato (y que agradezco) pero todo salió bien por fiarme de mí misma. Elegí un precioso resort con piscina (barato, no os penséis que mi economía estaba para despilfarrar) cerca de Oía, la capital. Anduve muchísimo, cogí buses, escuché música (cuánto la echaba de menos) y leí un montón. Me encantaba estar sola conmigo misma y disfruté mucho de las islas griegas y de mi soledad y libertad. Tras Santorini fui a Folegandros. Nadie conoce esta isla, la más pequeña de las Cícladas, pero tuve la suerte de que me la recomendó un hombre mayor, local griego, que me llevó en taxi uno de los días en el Peloponeso. Me dijo que él, cuando se jubilara, quería retirarse esa isla porque le daba paz y yo fui a comprobarlo. Era una maravilla. No se oía nada más que el mar y las gaviotas, el ruido de las mareas subiendo y bajando contra la arena y las rocas y el olor a atardecer en Grecia. No quiero desvelar más porque no quiero que se convierta en la nueva transitada y turística Mykonos… Pero solo diré que, tras recorrerla, se convirtió en mi nueva isla favorita, con permiso de Eivissa. Para terminar mi viaje, visité Atenas. Fue increíble recorrer sola la Acrópolis. Me deslumbró y me hizo sentir parte de la historia. Me acordé muchísimo de mi profesor de Latín y Griego del colegio, Tino Cueto. Él me contaba todo sobre la civilización griega y romana y me gustó poder vivirlo en mi propio ser, casi 10 años después de sus enseñanzas. Atenas no tiene nada que ver con las islas griegas, es grande y algo caótica, pero me pareció bonita e igualmente especial. Recomiendo perderse por las calles traseras de la Acrópolis, bajando hacia la Ágora Romana, para mí fue un viaje bonito.
Volver a casa después de recorrer un país (aunque me quedaron infinidad de sitios e islas griegas por descubrir a las que prometo volver) que no es el tuyo es gratificante. Te sientes plena y tranquila. Mi casa seguía tal y como la dejé un mes antes de emprender el viaje. Nada había cambiado… excepto yo misma.
Os dejo el último de los textos que escribí:
«Si de algo estoy orgullosa es de responder con una sonrisa cuando alguien me pregunta: «Sí, he viajado sola, de nuevo. No, no conocía a nadie allá dónde iba. Sí, he pedido muchas veces 'mesa para uno', me he sentado sola en muchas terrazas, restaurantes, jardines y orillas del mar a observar el silencio, a disfrutar del simple hecho de comer o cenar y estar con mi propia compañía. No, no me da vergüenza reconocer que estoy sola en un lugar que no conozco o dormir sola en una habitación de hotel. Y, sí, ha sido decisión mía viajar así a pesar de poder haber elegido hacerlo con amigas, conocidos o familia y que fueran unas vacaciones más». Decidí hacerlo sola, una vez más, porque sola también se puede y este viaje ha sido EL VIAJE, ese del que todavía estoy aterrizando. Somos fuertes. Y valientes. Y se puede».
¡Hasta el próximo jueves, que ya es la última entrega!
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