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JON URIARTE
Sábado, 8 de noviembre 2014, 00:20
"No vengas a esta casa". Lo contaba con tanta perplejidad como dolor. Venía a ser como que te suelte un sopapo la persona que menos imaginas. Solo que la frase dolía más. Es una mujer que trabaja como enfermera en el Carlos III de ... Madrid, conocido últimamente por el ébola y, sobre todo, por el contagio y curación de Teresa Romero. Ni siquiera había estado cerca de la planta en la que estaba la auxiliar. Pero daba igual. Le soltaron la frase el domingo pasado, cuando decidió visitar a sus padres. Al llamar al telefonillo, su madre pronunció esas cinco palabras. Y luego añadió: "Al menos hasta que pase el tiempo y el ébola desaparezca".
Guardo su nombre por respeto a ella. Porque sus progenitores no lo merecen. El padre ni siquiera se dignó a hablarle por el telefonillo. Me lo contó ante un descafeinado frío como la tarde que nos encontramos. En realidad le había llamado yo, cuando alguien contó que una vecina había sido rechazada, por sus propios padres, por miedo al contagio. "Y no creas que son unos abueletes ignorantes". Bueno es subrayarlo. Porque lo que está pasando todavía hoy, cuando tecleo estás líneas que leerán en unas horas, no entiende de economías o culturas. Porque viene de viejo. Desde los años de la peste, no hemos mejorado. O no lo suficiente. De hecho los turbulentos días del sida están pocas páginas atrás en el calendario. Hablamos de los 80 y 90. Como quien dice ayer. Pero no aprendimos. No sé si saben que la peluquería en la que se depiló Teresa continúa cerrada. Cierto que sus responsables están intentando alcanzar la normalidad tras los días, tuvieron que ser eternos, que pasaron en observación a la espera de saber si estaban o no contagiadas. Pero tampoco se atreven a abrir, visto lo que ha pasado. "Que digan el nombre de la peluquería porque nos están arruinando a los demás", protestaba la dueña de otra peluquería de la zona en televisión, ante la ausencia de clientas por miedo a que fuera la suya. Y ya sabemos que el miedo es libre y que no se puede culpar a alguien por padecerlo. Pero da asco. Sobre todo porque han explicado, por activa y por pasiva, que el virus muere a las pocas horas de estar fuera del cuerpo, que no se contagia por el aire y que tampoco es peligroso si la persona afectada no muestra signos de fiebre. Pero no basta. Porque no es el ébola lo que se ha expandido por estos lares. Sino otra epidemia. La de la estupidez. Y no hablo solo de la que ondean los responsables políticos, debería decir irresponsables, porque eso es para otro artículo. Sino de lo que pasa en la calle.
"Tengo un compañero al que le han pedido que su hijo no vaya al parque con los otros niños". Que su padre sea médico en la Paz, hospital al que está adscrito el Carlos III, es motivo suficiente para temer un posible contagio. "Explícale tú eso al niño". Pero en realidad no hace falta. Hace unos días una amiga me contaba que al bajar su hijo del autobús escolar había escuchado a un niño decirle a otro que no se acercara porque "...tenía ébola". Esa crueldad infantil no es sino reflejo de lo que somos el resto de nuestra vida. Ignorantes y crueles. Volviendo al sida, costó que la gente entendiera que no te contagiabas por hablar con alguien seropositivo. En Bilbao, recuerdo ver al dueño de un bar siendo recriminado por un cliente, tras servirle una coca-cola a un vecino del barrio que tenía sida. "A ver si nos va a contagiar a todos". Las campañas explicando cómo podías contraer o no la enfermedad eran tantas que abrumaban. ¿Recuerdan lo del 'si da, no da'? Pues ni por esas. De hecho me viene a la cabeza un compañero de trabajo, tonto de baba por cierto, que no daba la mano a alguien que tuviera sida pero se iba de puticlubs y creía que el sexo oral sin preservativo no era peligroso. Suelo contar muchas veces esta historia de un necio cercano, porque siempre aparece otra epidemia que nos hace cometer los mismos errores. Y puede que del prevenir al temer, la frontera sea delgada. Pero que tus padres no te abran la puerta...
No soy un santo. Ni siquiera una buena persona. Soy un tipo normal, con mis días mejores y peores. Pero les doy mi palabra que el día que abran esa peluquería llamo y pido hora. Insisto, no es una buena obra. Sino un acto de rabia. No se si cortarán el pelo a los hombres. Pero da igual. Como si me hacen las ingles brasileñas. Prefiero lucir pubis ridículo que cara de tonto. Teresa se habrá curado del ébola. Pero de la estupidez reinante, algunos no se curarán jamás.
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