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Luis López
Lunes, 9 de febrero 2015, 17:58
Una pareja de quinceañeros coquetea tímida a los pies del templo Jagannath. A pocos metros, varios hombres leen el periódico, grupos de chavales juegan con piedras, cuadrillas de jóvenes ríen, familias enteras ven morir el día. Cada poco, un par de niños cargados con grandes termos ofrecen chai a la concurrencia, ese té con leche deliciosamente especiado que en Nepal e India consumen con compulsión. Y, sobre las cabezas de todos, orgías, felaciones, tríos variados, escenas lésbicas, sexo con animales...
Estamos en Katmandú y Jagannath es sólo uno de los edificios históricos cuyos tirantes de madera -los que sostienen los techos superpuestos- aparecen decorados con tallas lujuriosas. Ni picantes ni subidas de tono; directamente pornográficas. Y con un grado de detalle anatómico sorprendente. No es algo extraño en el valle central de Nepal, donde se concentra la mayor densidad de Patrimonios de la Humanidad del planeta. En esta zona mágica, lugar de paso durante milenios para comerciantes y peregrinos entre dos potencias como son China e India, muchos templos hindúes decoran sus exteriores con porno duro. En la capital nepalí, además de Jagannath, también está Ram Chandra y la torre de Basantapur, que forma parte del palacio real. Jagannarayan en la próxima ciudad de Patan, y Pashupatinath en la increíble Bhaktapur, también ofrecen tórridas escenas sexuales. Alguna de ellas con un punto cómico, como esa en la que una mujer recibe, indolente, el cariño de su amante mientras se lava el pelo en un barreño.
Todas estas construcciones se remontan, mayoritariamente, a algún momento entre los siglos XVI y XVIII, si bien aquí los renglones de la historia no se escriben con el rigor incuestionable que obsesiona a occidente. Es decir, hay muchos lugares cuya fecha de construcción y origen se desconoce, igual que se ignora el sentido de los elementos tántricos donde lo mismo chingan humanos, que demonios, que animales, que todos mezclados.
Significado de las tallas
Para unos el significado de las tallas fornicantes es, simplemente, celebrar una parte tan importante de la vida como es el sexo, incorporándolo con naturalidad a elementos ornamentales en lugares públicos que son el centro mismo de la vida social nepalí. Otra teoría apunta a que el porno protegería los templos porque la obscenidad causaba rechazo en dioses como Indra, dueño de las tormentas y los huracanes, y de ese modo ni se acercaría a ellos con su poder devastador. También están quienes interpretan que las tallas ponían a prueba la virtud de los devotos: los puros, capaces de dominar sus sentidos, entrarían en el templo con naturalidad; pero los débiles se turbarían y deberían centrar sus esfuerzos en dominarse, por lo que se quedarían fuera. Incluso está la suposición de que las tallas sexuales se limitaban a anunciar lo que ocurría dentro del edificio, donde las devadasi (mujeres dedicadas a servir a la divinidad) practicaban con los fieles y del modo más explícito el culto a la fertilidad.
Lo que está claro es que las escenas sexuales sólo son un elemento más en la atmósfera sensual que lo rodea todo en el valle de Katmandú. En la capital, sobre las brumas y la polución, despuntan los tejados superpuestos y finísimamente tallados de templos y palacios en un skyline onírico. Un anuncio visual del bombardeo de estímulos para los sentidos que depara el lugar. En las calles atestadas se mezclan en un avance lento multitudes de caminantes, porteadores, animales, rickshaws, coches, motos y bicicletas en un caos ruidoso. El olor a carne cruda de los puestos callejeros se mezcla con el de las flores que se trenzan para arrojarlas como ofrendas en los santuarios hindúes. El polvo y el humo conviven con los aromas suculentos de las fritangas humeantes y de los puestos de momos (empanadillas rellenas de carne de búfalo que se condimentan con salsa picante). De fondo, el incienso de los templos budistas y sus oraciones roncas. Y en las esquinas, ídolos hindúes impregnados en polvos tintados de colores estridentes.
Semejante maremagnum se parece bastante al que supuran las grandes urbes indias, pero este es menos agresivo. Es cierto que las mayores miserias pueden emerger en cualquier momento y aparecer un mendigo sin piernas y con un solo brazo que se desplaza entre el mar de pantorrillas haciéndose rodar con la única extremidad que le queda. Pero en Nepal -quizás por el frío, la proximidad de los himalayas y el carácter rudo que todo ello imprime a sus gentes- el ambiente parece un poco más tranquilo que en el gigante indio.
Vida en los patios
Eso es evidente el sábado, día festivo. Las calles de los barrios se vacían y son tomadas por niños en bicicleta y grupos de niñas que murmuran y se ríen. Pero donde realmente se desarrolla la vida social es en los patios. A estas zonas comunes compartidas por varios edificios y de cuyo centro emergen estupas fabulosas hay que acceder agachado por túneles angostos y negros desde las calles principales. En ocasiones, unen distintos vecindarios en una sucesión de pasadizos intrincados que pueden confundirse con el acceso a las casas. Así que no es extraño que el forastero acabe en la cocina con una familia comiendo. En este entorno se comprueba que los nepalíes no son tan toscos como se les pinta porque es aquí donde invitan a los desconocidos a jugar a las cartas, o al dominó, o a beber una de esas cervezas blancas, caseras, y con tan poco gas que apenas pellizcan la punta de la lengua.
Cuando es sábado y sale el sol, las mujeres sacan los barreños metálicos a las puertas de sus casas para el baño semanal. Se asean a fondo manteniendo el pudor a salvo gracias al manejo magistral de una especie de sari con el que se cubren y que van deslizando por el cuerpo a medida que lo necesitan. También bañan a los niños. Y, después, los tumban desnudos en el suelo cálido para masajearles de pies a cabeza con aceites que sus madres extraen de cuencos de barro. Los pequeños, inertes y dóciles bajo las fricciones vigorosas, con los ojos cerrados, parecen abandonados a su particular nirvana.
Lo dicho. Que la sensualidad en todas sus formas parece impregnar la vida nepalí, ajena en estos rincones al ir y venir de montañeros de todo el mundo que rozan Katmandú únicamente como lugar de paso a los míticos ochomiles. Es tal la potencia de la atmósfera, la intensidad del aire, que cuando el visitante regrsa a su casa en la cómoda Europa y abre la mochila, de ella sale el olor ese a Nepal: una mezcla de humo, incienso, velas de mantequilla, polvo y humedad.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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