Secciones
Servicios
Destacamos
Edición
Luis López
Domingo, 4 de mayo 2014, 16:24
Víctor huele a cerrado y a madera quemada. Es como si su casa medieval le hubiese transferido su esencia y ambos formasen parte de un universo lejano. Víctor se protege del frío con una camisa de franela abotonada hasta arriba y una superposición de prendas ... de punto con bolas y apariencia de haber visto ya muchos inviernos. Como él. Los días de fiesta, y a veces los otros también, se acoda en su puerta de cuarterón medio abierta y acecha a los forasteros. «Pasen al museo», ofrece como con desgana. «¿Cuánto cuesta?», preguntamos. «Menos de lo que vale». «¿Es usted gallego?». «No».
Es de Soria. Más concretamente, de Calatañazor. Desde aquí ha visto cambiar el mundo mientras su pueblo se detenía en el tiempo. Los árabes bautizaron este enclave como Qalat an-Nusur (nido de águilas) hace más de un milenio porque, a casi mil metros sobre el nivel del mar, se yergue sobre una roca que domina las Tierras del Burgo. En realidad, es poco más que una calle pendiente flanqueada por edificios de piedra, adobe y madera sacados de otro universo. Algunos están sucumbiendo al paso de los siglos, con sus fachadas combadas y casi desplomadas. Pero otros, la mayoría, han sido capaces de conservar ese aire viejo y robusto, sostenidos por columnas de madera indestructible. Arriba está la plaza y en el mismo vértice de la roca los restos devastados del castillo del siglo XV. A sus pies, una necrópolis medieval del siglo X.
Como les ocurre a todos los lugares impregnados de pasado, sobre Calatañazor planean acontecimientos que están a medio camino entre la historia y el mito. El más conocido aquí es la batalla que ha tomado el nombre del pueblo. En ella, creen aún algunos, el moro Almanzor sufrió una dolorosa derrota a manos de los ejércitos castellanos en el año 1002 que le obligó a huir. La mayoría de los historiadores dicen que es una leyenda, aunque en aquellos tiempos sirvió para animar a las tropas cristianas poniendo en tela de juicio la invulnerabilidad del enemigo musulmán.
Pero nada de esto cuenta Víctor, que pide un euro y medio por entrar en su casa. «Tenemos cuatro euros para tres», ofrecemos. «Es poco». «Pero va sin impuestos...». «Bastantes impuestos pagué ya. Venga, adelante».
En la primera estancia que está al otro lado de la puerta se amontonan aperos polvorientos sobre el suelo irregular y colgados de las paredes ásperas. Hay una trilla para cereal, un escurridor para lavar la ropa cuando el río estaba congelado, herramientas para manipular el cáñamo cuando se cultivaba («ahora ya no hay, está prohibido porque sacan droga o no sé qué»)... Antes de presentar cada objeto, Víctor pregunta, «¿saben para qué era esto?». Y_después de dar la explicación pide valoración: «¿Qué les parece? ¿Les ha gustado?».
Pero el plato fuerte de la visita, lo que define esta construcción humilde y orgullosa, está un poco más allá.
Una de las peculiaridades que más llaman la atención del skyline de Calatañazor son las chimeneas cónicas que emergen de los tejados naranjas. Como misiles apuntando al firmamento. Lo curioso es que esa forma se prolonga hacia abajo, por el interior de la edificación. Es decir, «esta es una cocina troncocónica», informa el propietario al entrar en la sala contigua a donde están los aperos fósiles. La estancia, con el hogar en medio con rescoldos aún calientes, tiene un aire misterioso. No hay ventanas y sólo recibe la luz cenital que le entra por el vértice de la chimenea.
Esos rayos que se desparraman desde arriba acentúan las irregularidades de las paredes curvas y ennegrecidas. «Aquí la gente se sentaba alrededor del fuego y comía del puchero. No había platos. Luego, cada uno lavaba su cubierto y lo ponía aquí», detalla Víctor mientras señala una pequeña estructura de madera anclada en la pared donde se acomodan, encajadas en orificios angostos, varias cucharas irregulares y desgastadas por el uso. También hay una alacena desvencijada, unos bancos y algún puchero de barro.
«¿Les ha gustado?». «Mucho. Lo que más de Calatañazor». En un rincón hay pegado un papel amarillo que prohíbe hacer fotos. «¿Por qué?», preguntamos. «Porque uno nunca sabe quien entra en casa ni si luego las fotos van a salir publicadas en cualquier sitio...». Se las sabe todas este Víctor.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Noticias recomendadas
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.