Carlos Benito
Lunes, 28 de julio 2014, 18:13
Hubo una época en la que Jaume Matas era el señor del palacete, un hombre dedicado a rodearse de objetos que le confirmasen a diario su condición de triunfador. Todavía hoy, tantos años después de que empezase su caída, sigue asombrando el tren de vida ... de aquella pareja que ingresaba millón y medio y gastaba tres millones. La revista 'Interviú' publicó en su momento las fotos interiores del famoso palacio, el suntuoso ático de la calle Sant Feliu de Palma que Matas y su esposa decoraron a su gusto: la alfombra de 12.024 euros, los 38.000 euros en televisores, la biblioteca de 50.000 euros y, por supuesto, esas bodegas climatizadas Liebherr que albergaban, entre otros tesoros líquidos, ochenta botellas de Vega Sicilia Único del 89. Corrían tiempos de abundancia, de omnipotencia, y el matrimonio derrochaba en relojes y joyas -casi cien mil euros en tres años- y pagaba a tocateja el capricho de un Mini Cooper, en billetes de 500.
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Ahora, el expresidente de Baleares y exministro de José María Aznar va a instalarse en un palacete un poco más incómodo. Muchos desean que, en un desenlace impregnado de justicia poética, Jaume Matas ingrese en la penitenciaría de Palma, la misma que él inauguró hace quince años y que, según Mayor Oreja, estaba llamada a ser un «termómetro moral de la sociedad balear». No será así y vivirá detrás de los barrotes en Segovia.
Antes tuvo un breve paréntesis estadounidense: en 2009 le fichó la firma PricewaterhouseCoopers, en calidad de experto en energías renovables y cambio climático, y se estableció en Nueva York. Pero, al año siguiente, el juez Castro le prohibió viajar al extranjero e interrumpió abruptamente su sueño americano. Desde entonces, Matas ocupa su piso del barrio de Salamanca, otra de las viviendas que se han hecho famosas a raíz de la investigación sobre su patrimonio: en teoría, esta vivienda de 1,2 millones de euros no es suya, ya que está a nombre de un exconsejero de su gobierno al que paga un alquiler mensual de 1.500 euros. Pero, en el caso de Matas, el concepto de propiedad se vuelve maleable y adopta diversas formas.
El expresidente se ha definido en alguna ocasión como un «apestado social», pero el piso de la calle Ramón de la Cruz -ese descansillo intermedio entre el palacete y la trena- no parece un mal lugar donde ir rumiando las afrentas de antiguos amigos y aduladores. Con una superficie útil de unos 150 metros cuadrados, forma parte de un complejo de lujo, con acabados de primera calidad, materiales nobles -granito pulido en la cocina, mármol travertino en los baños y aseos...- y sistemas domóticos que encienden las luces y levantan las persianas. Esos estándares no impidieron que Maite Areal, la esposa de Matas, decidiese cambiar todas las puertas antes de empezar a utilizar la vivienda, donde en un principio residían los hijos de la pareja. Allí, el matrimonio lleva una vida discreta, con aire de retiro, sufragada con unos fondos que nadie sabe muy bien de dónde provienen. «No los veo mucho», dice un vecino. En los establecimientos más cercanos, ni siquiera les conocen: «Aquí, desde luego, no ha entrado nunca. La verdad es que yo no sabía que viviera cerca», responden en la Taberna Picote, a tiro de piedra de su portal.
Paella y barca
Últimamente, a las tensiones derivadas de las causas judiciales se ha sumado la mala salud: Jaume Matas, que siempre ha arrastrado serios problemas respiratorios y de audición, se sometió hace semanas a una intervención de oídos que ha acabado complicándose. Según ha publicado la prensa balear, prácticamente está sordo y recluido en su piso de Madrid, mientras que su mujer sale a diario para hacer la compra en un supermercado cercano, al que acude siempre en coche. Sus allegados apuntan que el expresidente anda muy bajo de ánimo, abrumado por la convalecencia de su operación y por su ya producida entrada en la cárcel.
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En Mallorca prácticamente ya no le veían. «Podríamos decir que ha roto sus lazos con la isla, a la vez que sus compañeros de partido le daban la espalda», resume un periodista de Palma. Hasta el año pasado, seguía disfrutando allí de los veranos, en el apartamento de Colònia de Sant Jordi, en Ses Salines. El piso, en pleno Paseo Marítimo, lo compró en 2002 su madre por 200.000 euros, en otra de esas transacciones teñidas de sospecha por la sombra de Matas. Hace justo un año, allí estaba el expolítico, comiendo paellas, navegando en barca y haciendo visitas de tono casi oficial a pueblos como Sóller. Fue precisamente en un hotel de Colònia de Sant Jordi donde un Matas triunfal y un poco arrogante convocó a la prensa en julio de 2013, cuando el Tribunal Supremo redujo su pena de seis años a nueve meses de cárcel. Convencido de que se libraría de entrar en prisión, soltó una de esas frases que al final se vuelven contra uno como un certero bumerán: «Siempre he creído que el tiempo y la justicia pondrían las cosas en su sitio».
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