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Javier Muñoz
Domingo, 1 de febrero 2015, 01:38
Los acreedores han tenido diferentes nombres a lo largo de la historia, y el nuevo primer ministro de Grecia, Alexis Tsipras, posiblemente lo sabe. La troika (Comisión Europea, BCE y FMI) que tanto recela ante la reestructuración de la deuda griega no difiere mucho de ... Victor Villet, el inspecteur de finances que los bancos franceses e ingleses impusieron a Túnez en 1867, cuando ese país suspendió pagos y había que asegurarse de que cumpliría con sus obligaciones. Lo apodaron bey Villet (bey era un gobernante local).
La troika tampoco es distinta de los dos interventores que Londres y París enviaron a Egipto en 1879, tres años después de que su economía se hundiera y cuando el jedive Ismail (otro gobernante) había vendido sus acciones de la sociedad del canal de Suez. El cometido de esos contables (auténticos hombres de negro) era vigilar que los ingresos de Egipto se destinaran al pago de la deuda, dejando lo justo para que la administración siguiera en pie. Igual que las familias que tienen que dedicar más de la mitad del sueldo a la hipoteca y encuentran dificultades para pagar la luz y el colegio de los niños.
La década de los setenta del siglo XIX fue, en palabras de algunos historiadores, «esa época dorada de la insolvencia islámica», y las consecuencias todavía se palpan en el norte de África y en Oriente Próximo. Egipto y Túnez, que en el XIX eran nominalmente dependientes del imperio turco, protagonizaron dos sonadas quiebras que allanaron el camino al colonialismo. Su ruina se gestó por endeudarse con lo que un autor (Henri L. Wesserling) ha bautizado gráficamente como préstamos turbante, un dinero que debía servir para construir carreterras y ferrocariles, pero que se echó a perder por las comisiones y el mal gobierno. Ni siquiera aumentando los impuestos a los campesinos bastaba para responder ante los acreedores.
Para recuperar los préstamos, los bancos europeos enviaron primero interventores, pero después aparecieron los soldados. Francia ocupó Túnez en 1881, con una expedición de 5.000 hombres; y el ejército británico se empleó a fondo en Egipto en 1882 para sofocar la revuelta del coronel nacionalista Arabi Pachá. Conocido como El Wahid (el único), fue hecho prisionero y desterrado a Ceilán (Sri Lanka) por miedo a que repudiara la deuda egipcia. Túnez y Egipto quedaron convertidos en colonias -el primero oficialmente y el segundo virtualmente- y sufrieron una humillación histórica. Unas décadas más tarde floreció en Egipto el movimiento de los Hermanos Musulmanes.
Más o menos desde entonces, las sociedades islámicas se debaten entre quienes pretenden rivalizar con Occidente emulando sus progresos y modernizándose y quienes propugnan un repliegue sobre la religión, en ocasiones hasta extremos delirantes, como demuestran Al Qaeda y el Estado Islámico. Podría decirse, de una manera un tanto simple, que el islamismo moderno brotó de las deudas del XIX. A comienzos del XXI reaparece a medida que los regímenes laicos del norte de África y de Oriente Próximo se tambalean por la corrupción de sus líderes, los únicos que se modernizan con los préstamos turbante.
Cuando Tsipras invoca la soberanía de Grecia y pide tiempo a Europa para devolver el dinero de la troika, conviene mirar al pasado. La chispa que encendió la guerra de independencia de Grecia en 1820 fue la decisión del pachá de Atenas de no enviar la recaudación de los impuestos al sultán otomano. El gesto movilizó a los patriotas griegos, que se ganaron la simpatía de Lord Byron. Casi dos siglos después, proponer nuevas condiciones sobre la deuda cuando la carga se hace insoportable -matemáticamente insoportable- y desemboca aparentemente en la liquidación lisa de un país (se sugería vender islas del Egeo), se ha convertido en un acto de afirmación nacional.
Sin embargo, como los musulmanes reformistas que admiraban el progreso de Occidente en el XIX, Tsipras cree en la Unión Europea. Su ministro de Economía, Yanis Varoufakis, docente de la universidad de Texas, está más familiarizado que sus predecesores de Nueva Democracia con algunos principios del libre mercado como que evadir impuestos, falsear cuentas o cobrar sobornos pueden llevarle a uno a la cárcel.
De sus declaraciones sobre la cleptocracia griega, recogidas por el periodista Andy Robinson de La Vanguardia, se deduce que intentará que el dinero de la troika no se lo queden como hasta ahora las élites locales (un conglomerado formado por la banca, las navieras y los periódicos arruinados). Mientras tanto, los impuestos aumentan, los servicios públicos se reducen, la deuda engorda y el peso de los sacrificios recae sobre los más débiles.
Si ese círculo vicioso se rompiera en Grecia quién sabe qué beneficios obtendría Bruselas. Berlín podría pujar por la privatización del puerto del Pireo, comprar la isla de Mikonos y hasta vender más submarinos a la Armada griega. Pero no tendría que conceder préstamos turbante para que le pagaran esos submarinos, ni habría de sobornar a nadie para conseguir el contrato (al menos, no habría de sobornar a los mismos). Eso sería un milagro en el sur de Europa; un milagro como el despegue económico de Alemania en los años cincuenta y sesenta, que fue posible porque en 1953 Grecia, apenas una década después de ser invadida por la Wehrmacht, aceptó junto a otros países una quita de la deuda de la República Federal Alemana.
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