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Mikel Madinabeitia
Lunes, 26 de mayo 2014, 10:36
Ha sido la victoria más verdadera, el triunfo del fútbol genuino, el más auténtico, el de toda la vida. El Eibar ha firmado una temporada inolvidable, la más brillante de sus 73 años de historia, redondeada con un ascenso merecido cuyo eco es ensordecedor y ... que subraya una manera de hacer las cosas. El fútbol, que ha sido una fábrica de sueños desde su gestación, le ha dedicado un guiño cariñoso a un club modesto y humilde pero cargado de corazón, ardor y sufrimiento. No se me ocurre un final más certero para la película de toda una vida: gentes de todas las edades llorando de felicidad. Eso es el Eibar. Un sentimiento.
La travesía de los armeros ha sido épica y colosal, mastodóntica por la cantidad de retos que ha tenido que ir afrontando, la mayoría superados con un estilo alejado del glamour de los focos pero apoyado en unos futbolistas terrenales, de carne y hueso, cuyo sacrificio ha sido ejemplar. Las cicatrices, el barro, el sudor y las lágrimas se han transformado radicalmente, han sido la gasolina inacabable para una plantilla que ha exhibido una fe inquebrantable.
Si este deporte se apoya en los tópicos para divulgar los mensajes, el Eibar los ha destrozado todos. «Ya caerá el Eibar» ha sido el eslogan más repetido, el libro más vendido de la temporada, un discurso plano y carente de sentido porque cada siete días hemos tenido la oportunidad de disfrutar de un equipo que no mentía. Su fútbol ha sido alegre e intenso, ha pivotado sobre una propuesta con los mejores ingredientes de ayer y de hoy. Porque Ipurua ha visto lo mejor de la dos épocas. Ha visto repliegue y contraataque mezclado con valentía e innovación, un aspecto éste último donde ha brillado con luz propia Jota Peleteiro. El poeta con botas. La luciérnaga de Ipurua.
Si todos los jugadores armeros son mejores que hace un año, lo mismo sucede con el entrenador. Gaizka Garitano ha abandonado las catacumbas del anonimato y ha accedido al trono de los técnicos con más proyección. El preparador de Derio ha sumado dos ascensos consecutivos, de Segunda B a Primera División, una gesta que en Gipuzkoa sólo atesora Juanma Lillo (Salamanca). Unai Emery también lo ha conseguido pero no de forma consecutiva (Lorca y Almería en tres años).
El 'know how' de Garitano ha consistido en una receta muy simple pero eficaz. Sus futbolistas han sido un equipo, un latido perpetuo partido a partido. Ha fomentado lo colectivo por encima de las individualidades, sabedor de que ése es el camino para erradicar los egos y las envidias. Este Eibar ha sido el D'Artagnan de la Liga Adelante. Once mosqueteros con un lema conocido: todos para uno y uno para todos.
Este equipo, incluso, no ha necesitado de celebridades que le den púrpura en las portadas porque ha demostrado que es un vestuario y no un camerino de estrellas. Además, su vigor físico ha sido encomiable en la competición más maratoniana de todas. No ha habido atisbos de cansancio y eso tiene un mérito kilométrico en una categoría donde los partidos se estiran hasta el infinito y el fútbol-rugby es una costumbre.
Varios hitos
La temporada comenzó de la mejor forma posible con una victoria lejos de casa (Jaén) que sirvió para prolongar la euforia del ascenso conquistado unos meses antes. Se desconocía si era un espejismo y, de hecho, hasta la jornada siete sólo hubo otro triunfo más. Pero el Eibar iba dejando unas señales elocuentes. Empataba encuentros que merecía ganar e incluso perdía algunos cuya explicación no era la lógica.
El primer aviso serio arribó poco después, cuando se encadenaron tres triunfos de forma consecutiva (Mirandés, Barcelona B y Zaragoza) que sirvieron para llenar el depósito de la autoestima. El equipo goleó al Real Madrid Castilla en la jornada 14, momento en el que se aupó a los puestos de privilegio. Desde entonces, nadie le ha descabalgado del cielo. Nadie ha encontrado la manera de acabar con una irreductible ciudad del norte, orgullosa de sí misma pero respetuosa con los adversarios, casi todos superiores a nivel económico. La lección del Eibar es imperecedera: sólo la capacidad de trabajo asegura el éxito. Es urgente recordarlo para todos aquellos que sólo piensan en el dinero como ascensor hacia la cumbre.
A partir de ahí, Eibar sólo ha tenido sueños dulces. Tomó la autopista de terciopelo y protagonizó un arranque de la segunda vuelta primoroso, sublime. Encadenó once jornadas sin conocer la derrota, mantuvo durante seis semanas la portería a cero y poco a poco todas las miradas futboleras del país se dirigieron a Ipurua. «Cómo juega este equipo», decían.
Dos derrotas seguidas en abril (Zaragoza y Tenerife) supusieron un frenazo, un bache que no generó dudas en el entorno pero que obligó a exprimir la concentración. No hay gloria sin sufrimiento. El equipo volvió a sonreír en Madrid y, desde entonces, ha pisado el acelerador. San Pedro abrió las puertas del cielo y el Eibar ya es de Primera. Para que luego digan que los sueños no se cumplen.
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