Ricky Rubio
NBA

El vendedor de flotadores

Los pobres porcentajes de tiro condicionan para mal el juego de Ricky Rubio, que juega con el rictus de quien no se divierte

Ángel Resa

Miércoles, 14 de diciembre 2016, 11:04

Febrero de 2004. Los periodistas catalanes que cubren la Copa del Rey en Sevilla regresan al hotel donde cohabita la prensa de todo el país para seguir el torneo efervescente del baloncesto español. De los corrillos parten un nombre y un apellido reincidentes en la ... R. Todos hablan de la enésima y portentosa exhibición de un chaval de trece años con los cachorros del Joventut en la final destinada a promocionar las canteras de los clubes. Ricky Rubio, el chiquillo de El Masnou, la ha vuelto a liar parda en el mejor sentido del término. Una brutalidad, otra más según quienes le siguen, barnizada de fantasía y sutileza. Elogian y no paran a un base que veinte meses después destrozaría las marcas de precocidad. Aíto García Reneses, el entrenador decano que gradúa a jóvenes sin mirar el DNI lo hace debutar en la ACB seis días antes de cumplir los quince años. El fenómeno que vivía en la trastienda ya luce en el escaparate.

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Era, realmente, un timonel asombroso, capaz de pensar más rápido que el resto y de esculpir pases sólo al alcance de las mentes privilegiadas. La Penya era una fundición inagotable de talentos que aprovechaba unas pocas temporadas para luego venderlos. Pronto comprendió todo el mundo que RR terminaría en alguna entidad superlativa. En su caso el viaje apenas duró lo que cuesta atravesar la avenida repleta de coches que enlaza Badalona y Barcelona. Ya con la camiseta azulgrana renovó el talento natural que lo acompaña desde siempre, pero también entonces comenzó a desvelar un problema que lo tiene mártir: el tiro. El mago chispeante que vestía de verde y negro perdía paulatinamente el júbilo propio. Pero, a pesar de todo, los aficionados veíamos que su baloncesto encajaba mejor al otro lado del Atlántico que a orillas del Mediterráneo europeo.

Era carne de NBA y así lo entendieron los Timberwolves. Ricky cumple su sexta campaña en Minnesota, un equipo perdedor que se empeña en alzarse este ejercicio con el sospechoso título de conjunto decepcionante de la temporada. Vale, el bloque de Mineápolis acaba de ganar en Chicago con once puntos y diez asistencias de su timonel catalán. Pero únicamente tres franquicias marchan peor clasificadas tras disputarse casi un tercio de la competición regular. Su balance de 7-18 parece impropio de un grupo que alinea a tres jóvenes (Zach Lavine, André Wiggins y Karl-Anthony Towns) que meten puntos como otros menean la goma de mascar. Ni siquiera un técnico riguroso y defensivo como Tom Thibodeau ha conseguido meter en vereda a un plantel habituado a desconectarse durante períodos letales de los encuentros. Hace unos días los Timberwolves compitieron de verdad frente a los paranormales Warriors. Ganaban 88-78 al término del tercer cuarto y un demoledor parcial de 4-25 sirvió el triunfo en bandeja a Golden State. En ello tuvieron mucho que ver las pésimas decisiones individuales en ataque y la enfermedad que aqueja al de El Masnou: un punto de mira equiparable al de una escopeta de feria.

Ya hace tiempo que Rubio juega, y perdonen los empleados públicos porque en absoluto supone una ofensa a su trabajo, con la actitud funcionarial de quien no se divierte. Cierto que su madre falleció en mayo y eso consume el ánimo de cualquiera, pero el rictus facial con el que sube la pelota es anterior al drama irreparable. Desgraciadamente, y cuesta escribirlo sobre un hombre de su categoría y lucidez para entender el juego, acabará conociéndosele como el vendedor de flotadores. Ya saben, esa táctica gandul del baloncesto que utilizan los defensores perezosos para pasar los bloqueos por detrás, la que usan frente a baloncestistas de porcentajes pobres. A la que recurren ante Ricky, que acredita un 37% de acierto en lanzamientos de campo (poco más que uno de cada tres) y el 24% en triples (uno de cuatro). Lo peor no es la inconsistencia del catalán en el tiro, sino la certeza casi absoluta que manejan los adversarios de que no va a meter. Sometido ese veneno, la creatividad de Rubio se limita a alimentar a los compañeros con asistencias aéreas y a las penetraciones para doblar el pase atrás. Demasiado previsible en un chico que inventaba el juego en cada ataque. Mantiene las constantes vitales del uno puro, pero en esta era de los bases tiradores se ha quedado al margen de las leyes que rigen la evolución.

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