Ángel Resa
Miércoles, 14 de enero 2015, 11:08
Es especial. Lo dijo Blas, así que punto redondo. En realidad fue la declaración de Tom Thibodeau, entrenador de los Bulls tras la proeza de Pau Gasol, impropia del terrenal mundo. El resucitado pívot catalán acababa de firmar una estadística de las ... que conviene enmarcar para colgarla en las paredes del salón de la fama: 46 puntos, 17 aciertos en 30 lanzamientos de campo, 12 tiros libres convertidos de 13 intentos y 18 rebotes. Así que su propio jefe -un tipo metódico, severo, obsesionado con el baloncesto, dueño de una voz cavernosa y de una fisonomía propia de Los Soprano, un excelente técnico acostumbrado a guardarse los elogios en la garganta- se rindió a la evidencia de una noche memorable. Una actuación imperecedera y escrita en letra indeleble que engrosa ya la lista de las hazañas individuales. Nadie en la fructífera historia de Chicago, salvo el divino Jordan claro está, había hollado tales cumbres. Que se dice pronto, aunque no haya catástrofe capaz de desenclavar semejantes números de la memoria.
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Los Bulls se presentaban mermados por las lesiones ante su fiel y exigente público para enfrentarse a los meritorios Bucks de Jason Kidd. A Pau, una de las vigas maestras que sostienen el rascacielos del equipo, se le notó consciente de que habría de obrar el milagro bíblico de la multiplicación. Los datos suelen devenir de las sensaciones y las primeras del de Sant Boi parecían inmejorables. Veinte puntos en el primer cuarto convencieron a sus compañeros de buscar en cada ataque a este pívot longitudinal con cara de apóstol. El baloncesto de Gasol ocupa varias plantas de unos grandes almacenes, siempre en los departamentos de las fragancias caras, tal es la cantidad de perfumes buenos que encierra. Lo advirtieron todos los que vestían la camiseta blanca de los rojos detalles, muy especialmente Jimmy Butler, la nueva joya de la corona que soporta paralelismos asombrosos con Kawhi Leonard (San Antonio). Así que suministraron material para que el artista compusiera un cuadro bellísimo, repleto y variado: ganchos con las dos manos acompañados por su ya característica grito que reclama la falta, suspensiones de seis metros, penetraciones tras bote, reversos propios de un salón de baile, canastas tras rebote ofensivo (ocho bajo el aro de Milwaukee), tiritos sutiles de proximidad, lanzamientos a tabla, bandeja después de surcar como una cuchilla la zona rival por el centro
Y claro. Un broche hiperbólico se merecía el premio del triunfo. El que consiguió Chicago (95-88) con un Pau que acaparó casi la mitad de los puntos y los intentos de todo el bloque. El graderío bramaba MVP a un hombre del que Shaquille ONeal dijo hace meses que estaba viejo y acabado. Un tipo que ha vuelto a la vida tras casi tres temporadas viajando entre el purgatorio y el infierno de Los Ángeles. O Pau abandonaba los Lakers o acabaría sepultando su ánimo dos palmos por debajo de la tierra húmeda del cementerio. Lázaro retiró la piedra, tarde pero lo hizo, para perder dinero y recuperar el orgullo de un competidor auténtico pese a esa imagen de indolencia controlada. Ese cara de haberse levantado hace cinco minutos, esa sensación de moverse con el freno de mano echado. Sí, a mí como a otros muchos aficionados, nos sacude una descarga eléctrica de mala leche por entender que Gasol juega al 70%. Pero inyectarle adrenalina quizá nos privaría de un jugador exquisito. El que, en cualquier momento de los partidos, nos deja con la boca abierta y la baba colgando.
Es taaan bueno. Armadura lenta de tiro seguro, pívot que ofrece la espalda a sus rivales como por desgracia poco se ve ya, poseedor de una visión perimetral y panorámica que detecta como un radar los cortes de los compañeros a través de la zona, insólito reboteador y taponador esta campaña cuando el reloj biológico marca las horas Y claro: novato del año, guía de aquellos Grizzlies hasta el territorio ignoto de los play off, All Star y el que le aguarda junto a su hermano en febrero, decisivo en los dos últimos anillos de Los Ángeles Algún día se encerrará muchas horas con los nietos para relatarles las batallas ganadas y las guerras vencidas mientras los seguidores de este deporte confirmaremos en las barras de los bares que vimos jugar a Pau Gasol. Que disfrutamos con el vuelo elegante del águila imperial. Que asistimos a la resurrección deportiva del hombre que se retroalimentó de gloria con los Lakers, la misma franquicia célebre que amenazó con arruinar su carrera. Por ventura ahora dispone su talento al servicio de los Bulls, un club con un proyecto definido, tras los palos de ciego de una gerencia a la deriva en California. La que lo mismo entregaba el equipo a una nulidad ofensiva (Mike Brown) que lo cedía al rey de correr y tirar sin un cariño mínimo por la defensa (Mike DAntoni) cuando el plantel disponía de pívots determinantes.
Pau siempre se levanta una vez más de las que se siente abatido. Con él, Chicago anhela representar a la Conferencia Este en la final de la NBA. Se ha ganado el respeto dentro de la cancha y de puertas adentro en el vestuario, donde lo tienen por un compañero excelente. En 2012 recibió el galardón que la Liga norteamericana reserva al ciudadano ejemplar del torneo, a quien más se implica en los problemas de la comunidad. Reconforta escucharle porque expresa con precisión cirujana convicciones de peso específico. Es, en fin, el deportista de altísimo nivel que todos querríamos ver pronunciando una charla en las clases de nuestros hijos. El águila imperial ha vuelto con el despliegue hermoso de sus alas formidables.
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