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Ángel Resa
Miércoles, 17 de diciembre 2014, 11:20
Es una pena que al logro de la hazaña le faltara la épica que requería el acontecimiento. Kobe Bryant, el remedo más parecido a Michael Jordan, superó al mejor jugador de todos los tiempos en la tabla histórica de anotadores mediante el único ... lanzamiento mecánico del juego: el tiro libre. Con el primero de esa serie en Mineápolis igualó el registro abrumador de quien convirtió a los Bulls en una dinastía. El segundo le sirvió para rebasarlo. La NBA detuvo el partido y Kobe recibió en audiencia pública los honores de técnicos, compañeros, rivales y aficionados. La marca en sí, por términos absolutos, está repleta de grandeza. Pero aún trasciende más porque Jordan maneja el termómetro de la excelencia. Bryant no batía a un jugador soberbio. Dejaba atrás al competidor feroz e inclemente, al prodigio físico que evolucionó de acuerdo a la edad, al estilista posterior, al líder irrebatible, al hombre que manejó el deporte desde el despotismo ilustrado.
Durante su prodigiosa carrera, el resultado de cada partido dependía de Michael. Solo él consiguió igualar en importancia las presencias y las ausencias. Determinante para los tres primeros títulos de Chicago, decisiva su frívola huida al béisbol en el desplome de los Bulls, imposible entender el nuevo trienio glorioso de la franquicia de Illinois sin el regreso capitular del hijo pródigo. Más bien la vuelta de la Santísima Trinidad. Jordan dominaba de tal modo el baloncesto que utilizó el calendario a su antojo. Le dio por una segunda reaparición con la camiseta de los Wizards en la que anduvo lejos de su propia leyenda, pero en aquella temporada recibió los honores que solo se dispensa a la gente venerable. Para muchos seguidores, entre los que me hallo, el Dios del que habló Larry Bird debió bajar definitivamente el telón tras el último tiro ganador ante Bryon Russell en la final del sexto anillo contra Utah. Era la obra definitiva.
En aquellos Jazz destacaba, cómo no, Karl Malone. El ala-pívot que precede a Bryant en la lista histórica de anotadores encabezada por Kareem Abdul-Jabbar. Kobe, que se enroló en la NBA sin pisar una tarima universitaria, ha necesitado diecisiete campañas y lo que llevamos de esta cierto que se perdió la anterior por una lesión muy grave- para superar lo que Jordan firmó en trece. Con el gran líder de los Bulls no cabía el debate. Confirmaba el viejo axioma por el que las finales se disputan para ganarlas: seis de seis. El escolta de la indumentaria púrpura y oro se ha impuesto en cinco de las siete a las que ha llegado: tres a la vera de Shaquille ONeal y dos en compañía de Pau Gasol. El eterno 23 contó siempre con la adhesión inquebrantable de Scottie Pippen, jugador total, bastón con empuñadura de elegante marfil y escudero intachable.
La NBA vende su muy buen producto como nadie y, según la individualista mentalidad estadounidense, anuncia combates de boxeo. Incluso en la época de conjuntos espléndidos y estilos diversos, la de Celtics y Lakers, cribaba el duelo para reducirlo a Larry Bird vs Magic Johnson. Después se ha empeñado en localizar al sucesor de Jordan, un ejercicio excitante pero harto difícil, como si pudiera clonar genéticamente un organismo perfecto. Y puede decirse que la patronal casi lo ha logrado, en buena parte por la obsesión simbiótica del magnífico Kobe. Sin duda, uno de los mejores actores de siempre sobre los parqués encerados de la Liga norteamericana. Un baloncestista grandioso, dispuesto a rebasar cada hazaña del mentor mediante parecidos asombrosos. Sí, LeBron James porta al cuello la etiqueta de El Elegido, pero su portentosa exuberancia física, ese puntito brutal y la menor capacidad para el tiro lo alejan unos grados de la elegancia suprema de los dos. Uno, el molde, mejor que la magnífica reproducción.
Movimientos clonados
Incluso los no aficionados a este deporte comentan la fisonomía parecida de dos calvos atléticos, flexibles, veloces y de ánimo inquebrantable. Adentrándonos ya en los vericuetos del juego, las similitudes impresionan. La televisión ha emitido estos días imágenes de ambos que podrían pasar como fotocopias compulsadas o repeticiones del mismo tipo con distintas camisetas: mates en la edad primera, habilidad para colarse por huecos que desafían la impenetrabilidad de los cuerpos, elegancia en las suspensiones, el tiro sacado a partir de un salto hacia atrás para evitar los tapones de los grandotes. Y, por encima de técnicas individuales admirables o la superior defensa de Michael, la ferocidad de ambos al afrontar los desafíos. He aprendido mucho de Jordan. Lo sabe, comenta Bryant en una declaración reciente. He disfrutado viéndole evolucionar, contesta Michael.
Reggie Miller -tirador letal con los Pacers de Indiana y comentarista televisivo en traje impoluto- acaba de manifestar lo que todos pensamos, pero de una manera exagerada que busca epatar. Michael en su peor día es diez veces mejor que el mejor Kobe. Un modo de ensalzar a Dios que parece injusto con la dimensión enorme de un apóstol colosal. Porque el escolta que ha escrutado cada gesto del mito también ingresará en la historia como un jugador maravilloso. Aunque le falte el carisma y el aura de invencibilidad que desprendía Jordan o no pueda permitirse batear una pelota para abrir de nuevo las aguas del Mar Rojo. El color de los Bulls.
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