![Yeva cree que está de vacaciones](https://s1.ppllstatics.com/elcorreo/www/multimedia/202204/10/media/ala-yeva.jpg)
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Tiene dos años y ocho meses. Son 32 meses de vida. Y en este último ha tenido que abandonar su casa bajo la amenaza de las bombas, se ha despedido de su padre, ha atravesado cinco países en un largo viaje en furgoneta, ha llegado ... a una ciudad desconocida, se ha mudado a una casa de acogida, después a un albergue y ha empezado a ir a un colegio nuevo, con niños nuevos, con un profe nuevo que habla un idioma rarísimo. Todo esto en menos de 31 días. Y de todo esto, Yeva, por fortuna, apenas se ha enterado.
Si Giosué, ese crío menudo de 'La vida es bella', aquella película de Benigni, tenía a Guido Orefice, el padre que se inventó para él un juego con el que dulcificarle el horror nazi, Yeva tiene a Tatiana Bielova, su madre, que ha imaginado para ella un emocionante viaje, unas larguísimas vacaciones a 3.882 kilómetros. Es la distancia exacta que separa Vitoria de Kaminske, la ciudad ucraniana de la que partieron a toda prisa hace ahora casi un mes ante el inminente avance ruso.
«Ella, que ya se entera de muchas cosas, cree que estamos de viaje. ¿Qué otra cosa se le puede decir a una niña tan pequeña?», suspira, apretando muchísimo los labios, Tatiana. Ella se desvive en hacer todo lo posible porque su hija no sea consciente del espanto que han tenido que dejar atrás al igual que los otros 2.000 refugiados que desde la primera semana de marzo han llegado a Euskadi. Entre ellos, los 284 pequeños que ya han sido escolarizados. Igual que Yeva.
No son ni las nueve de la mañana y la pequeña, que mordisquea una galleta María, aguarda para entrar en el aula en el colegio Urkide de Vitoria. Está todavía en pleno periodo de adaptación, en el regazo de Tatiana, mientras el resto de los críos atienden en corro a Gustavo, el profesor, al que la cría ya ha cogido un cariño tremendo en poquísimos días. Le llama 'dada', algo así como un tío genérico, la forma que los pequeños ucranianos tienen para referirse a los adultos que no son de su familia. «Se está adaptando superbien, no sé qué habrá visto ni hasta dónde será consciente en realidad, pero es evidente que es una niña muy sensible», explica el maisu mientras los críos corretean en un aula que parece un chiquipark.
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«Esto no tiene nada que ver a las escuelas de nuestro país, ni este profesor se parece en nada a los que estamos acostumbrados», comenta Tatiana, editora de vídeo, que en los últimos tiempos se ganaba la vida como peluquera. A eso aspira. A poder trabajar. A sacar adelante a su pequeña con la ayuda de Larisa Bondarenko y Valentina Moroz, su madre y su suegra, las abuelas de la niña, que le han acompañado en el viaje más penoso de sus vidas.
En estas tres semanas largas, las tres mujeres han estado tratando de hacerse a un idioma tan distinto al suyo. No está siendo nada sencillo. Y eso que tienen a Irene, compatriota, traductora y su ángel de la guarda, que lo mismo les acompaña a gestionar permisos ante la Policía, que ayudas en Cruz Roja. Tampoco les es fácil tomarle el pulso a una ciudad tan desconocida, por unas calles por las que las dos abuelas se han perdido una y mil veces. Para ellas, al principio, la red de Tuvisa era una telaraña en la que, sí o sí, acabar desnortadas. Como una versión eslava de aquel Paco Martínez Soria en 'La ciudad no es para mí'. Y ahora, ya son capaces de armar el puzzle callejero de la almendra. «A nuestra nieta le encanta subir por las rampas mecánicas», sonríen las mujeres.
Viven en el albergue que CEAR, la Comisión Española de Ayuda al Refugiado, ha habilitado en el Casco Viejo. Comparten una habitación chiquitita, con un bañito y dos literas, un espacio el que cuesta moverse y que, sin rodeos, cualquiera definiría como cutre. Ellas no. Ellas no paran de mostrar su agradecimiento por esta habitación, con las camas hechas a primera hora, en la que las maletas a la vista, bien a mano, son la señal inequívoca de que no se resignan en absoluto a la idea de no volver a casa.
Aquí, en estos nueve metros cuadrados mal medidos, juntas las tres mujeres y la niña echan de menos al padre, al hijo, al marido. Juntas se desvelan. Juntas se sobresaltan cuando, a cualquier hora del día y de la noche, esa aplicación del móvil avisa de las alarmas antiaéreas que saltan en su ciudad. Juntas hacen todo lo posible porque la pequeña Yeva viva ajena a todo.
Más que al idioma y a la ciudad y a nuestras costumbres -«cenáis muy tarde, allí, como mucho, a las 19.00 horas»-, más que a todo eso, las mujeres todavía no se han terminado de acostumbrar a las apabullantes muestras de generosidad que están recibiendo desde que pisaron Vitoria. Todavía no terminan de creer que tres amigos -Nuria, Emma e Igor- no dudaran un instante en ponerse al volante de su furgoneta y atravesar con ellas cinco países para traerlas, sanas y salvas, hasta la capital alavesa. «Es algo que a nosotros nos cuesta mucho entender, el simple hecho de que un desconocido sea agradable con nosotras nos hacía sospechar», reconoce Tatiana. La primera vez que, al salir de Ucrania, todavía en la frontera, un hombre sonrió a su pequeña hizo que todos sus mecanismos maternos se pusieran en alerta. «Mi primer impulso fue estrujarla contra mí, para protegerla», asegura. Poco a poco, se ha acostumbrado a las sonrisas.
También se están empezando a hacer a nuestra cocina. «En Ucrania no son para nada comunes las lentejas, jamás las habíamos probado», comenta Valentina. «Yo no había comido tantos platos de carne en las comidas», remacha Larisa. La una, ingeniera. La otra, operaria en una fábrica de grúas durante 35 años y bailarina de danzas regionales. Las dos, curtidas a base de pasar estrecheces y penurias. Pero nada como esto. Nada como una guerra. Nada como dejarlo todo. Por su nieta. «Nosotras nos hubiéramos quedado allí. No teníamos miedo. Ya hemos vivido lo que teníamos que vivir, pero ella, nuestra pequeña todavía tiene mucho futuro». Yeva tiene que volver a casa tras este largo viaje.
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