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El místico taller exterior donde trabaja sus piezas más voluminosas. Sus obras echan raíces en el terreno mientras el artista esculpe esferas de barro en su estudio interior.

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El místico taller exterior donde trabaja sus piezas más voluminosas. Sus obras echan raíces en el terreno mientras el artista esculpe esferas de barro en su estudio interior. Igor Aizpuru

Walden en mármol

EFECTOS ESPACIALES ·

Paco San Miguel. La roca, sus manos, sus herramientas. La del pétreo escultor es una oda a la vida sencilla en uno de los márgenes más bellos de La Llanada Alavesa

Lunes, 24 de febrero 2020, 02:17

Thoreau era un tipo peculiar, que no deja de ser un eufemismo más o menos cortés: el buen hombre era más raro que un puñetero perro verde. Topógrafo y fabricante de lapiceros, llegó un día en que decidió que estaba hasta los mismísimos de las pequeñas tribulaciones de la vida urbana del siglo XIX. Dejó su Concord natal y se largó a vivir a una cabaña al lado de un lago. Henry David Thoreau aguantó dos años allí, solo en el bosque. Escribió 'Walden', una de esas novelas trascendentales, una de esas que te marcan tanto que, al llegar a la última página, te dan ganas de mandar todo al carajo para abrazar la vida eremita. Algo muy parecido pasa cuando te despides de Paco en su casa, en su parcela verde, con su arroyo de aguas cristalinas, con ese hayedo imperial al fondo, con esos abedules regios, con su perro bonachón. Quieres ser él. Te quieres quedar allí. Para vivir la vida contemplativa. La vida tranquila. La vida sublime.

Paco San Miguel, el pétreo escultor vitoriano -que estos días expone en la estupenda galería Talka- encontró su Walden en Eguileor, en uno de los márgenes más bellos de La Llanada. Levantó su morada con sus propias manos: una vivienda de planta octogonal que recuerda a una de esas yurtas de los nómadas mongoles. El anfitrión invita a entrar en su casa, caldeada por la económica y deja que el huésped pueda fisgonear a sus anchas en uno de sus dos talleres, un espacio donde crea las maquetas y moldea en barro sus piezas más pequeñas.

Aquí, en el centro, en una mesa, decenas de sus esferas, labradas a cuchillo, perfectamente alineadas y ordenadas por tamaños. Allí, al otro lado, en un mueble robusto, en una suerte de vitrina, el artista conserva decenas, quizás cientos, de esas maquetas y pruebas en chiquitito de sus voluminosas obras, las mismas que jalonan rotondas y espacios públicos. Aquello se parece muchísimo a uno de esos mostradores donde se guardaban los detalles de primeras comuniones, bautizos y bodas varias, los souvenirs. Pero aquí no hay espacio para lo vulgar. Por mucho que parezcan producidas en serie, cada obra tiene personalidad propia.

Fuera, en un terreno bucólico, sembró parte de su producción para crear un fértil jardín de esculturas. Son piezas angulosas, pulidas, que echan raíces en la naturaleza y que, con el paso del tiempo, se han ido adaptando perfectamente al medio. Los mármoles, antes tan blancos, casi níveos, se han oscurecido en una escala de grises y los líquenes han comenzado a aparecer en la superficie. Las esculturas de San Miguel ya son una especie vegetal, más perenne que caduca.

El gran taller del artista recuerda a uno de esos invernaderos decimonónicos, con enormes cristaleras emplomadas. Pero aquí no crece ninguna frágil especie exótica. Dentro germinan sus enormes piezas marmóreas. En el centro, la semilla, un bloque inmenso de mármol rosa de Portugal, que germinará con la ayuda de la rotaflex con el disco de acero y borde de diamante y el martillo neumático.

Aquí flota un espeso polvo blanco en permanente suspensión, que se ha adherido hasta tal punto a los cristales hasta empavonarlos, hasta convertirlos en superficies translúcidas. El sol se filtra a través de los ventanales hasta generar una atmósfera algo teatral, algo mística. En una mesita, albardadas de espeso polvo blanco, como si las hubieran enharinado, descansan el resto de las herramientas que utiliza San Miguel: los cinceles, los escafiladores, las gradinas, las bujarras y las escofinas. Como Thoreau, él no necesita más. El barro. La roca. Sus manos.

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