El vuelo de las mariposas
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¡Si algo me jode es que me tomen por tonto!, voceaba malhumorado el hombre frente al mostrador del ambulatorio.
– Perdóneme usted, le contestó con sorna indisimulada el funcionario, parapetado tras la barrera invisible de metacrilato antivirus. Quizás debiera contemplar la posibilidad de que ... efectivamente lo sea, antes de enfadarse porque le tomen por tonto. En ocasiones lo obvio resulta esquivo a ojos de los simples. No lo descarte, buen hombre, finalizó profético el servidor público.
– Sinceridad por sinceridad, me va usted a permitir, a fuer de simple, que me cague yo en su puta madre, caballero, zanjó el contribuyente con un tono educadamente afectado, antes de darse la vuelta y dar por finiquitada la discusión. Que tenga yo un buen día y usted que lo vea con los ojos en las manos, le regaló la maldición gitana, quedándose más ancho que largo.
Los pacientes que aguardaban estoicamente comenzaban a mirarse ante la eventualidad de que les correspondiera en suerte la posición numero tres. Nadie quería verse en la tesitura de soportar vejaciones tan de mañana por el mero hecho de realizar una consulta médica.
El contador que señalaba los turnos expelió un ruido como de pedorreta y se iluminó con el número 44. Comprobé el recibo. El mío era el 45. El anterior era el de mi vecino de banco en la salita de espera que, como impulsado por un resorte, se puso de pie y se acercó al mostrador de atención ticket en mano.
Todos los que aguardábamos nos dimos cuenta de que la ventanilla que le había tocado en suerte se correspondía con la del altercado de hacía unos segundos –la ya célebre número 3– y yo crucé los dedos mientras el vecino se acercaba a evacuar su consulta. De repente, se hizo un silencio estruendoso en la sala. Treinta pares de oídos sintonizaron con el puesto de información y con lo que allí se iba a trajinar con aquel funcionario levantisco que fustigaba a sus pobres clientes, uno tras otro, como un ruin abusador de patio de colegio.
– Perdone caballero, muy buenos días. Venía a recabar consejo profesional. Tengo un moqueo permanente que va ya para tres días y quería saber si el coronavirus opera con rinitis, y si sería conveniente hacerme una PCR aunque no tenga fiebre, recitó el paciente. Es que estoy cuidando de mis padres y no quisiera perjudicarlos de ningún modo.
– No señor. Pierda cuidado. El coronavirus opera con pirexia, con ageusia, anosmia u odinofagia. Si no tiene estos síntomas, no debe preocuparse. Y recuerde que lo más importante es mantener la distancia social. Disciplina, caballero. En eso consiste la mejor receta. Pura disciplina. A continuación hizo un gesto como de que pasara el siguiente, de ya puede usted marcharse. ¡Edelmiro, date el piro!
– Me toma por gilipollas o se está usted riendo en mi cara, preguntó estupefacto el hombre, sin dar crédito a las maneras inadecuadas de aquel sinvergüenza maleducado. Sería tan amable de traducirme esos palabros que acaba de recitar, es que no hablo idiomas ni tengo formación médica.
– Discúlpeme usted, buen hombre. Hoy está siendo un día especialmente espeso y ya sólo me faltaba hacer de traductor de Google. En fin, todo sea por ganarme el cielo. Sólo se lo diré una vez, así que preste atención si no le resulta demasiado pesado. Y comenzó a vocalizar como los viejos maestros en las clases de ortografía. Mire usted, si no tiene fiebre –pirexia–, pérdida del gusto –ageusia–, del olfato –anosmia– o dolores de garganta al tragar –odinofagia– puede estar tranquilo. No está infectado. ¿Lo entiende ahora? ¿Le parece que he sido suficientemente claro con mi traducción? O sea, que para los mocos una cajita de pañuelos desechables y santas pascuas.
– Pues sí, ahora lo he comprendido perfectamente. Cristalino. Lo que no acabo de entender es cómo es que usted está aquí, tan pancho, sin haber cogido la baja, le contestó conteniendo el tono. Porque usted, de forma manifiesta, ha perdido el sentido del gusto –ageusia–, del olfato –anosmia– y del tacto –aerofagia o como se diga– en el trato al público. Y aquí lo tenemos, haciendo como que trabaja. Que esto que hace usted no es ni trabajo presencial ni teletrabajo ni nada que se le parezca. No sé si tendrá la Covid-19, o si su tara es genética, caballero. Aunque desde luego, puedo asegurarle que lo suyo no se cura con pastillas. En todo caso con distancia social, pero kilométrica, me temo.
No soy médico, continuó el ciudadano, poniendo el cebo con suma delicadeza como buen jugador de tute, pero juraría que usted presenta síntomas clarísimos de síndrome de Leza. Como el difunto de mi vecino. No hay duda.
El funcionario, sin dar crédito a lo que oía, tan sobrado de ego como de soberbia, entró al trapo como un pichón, de tan listo que era.
– ¿Síndrome de Leza?, inquirió. ¿De qué síntomas habla?
– Sí, majo, sí. Un cuadro perfecto de síndrome de Leza. «Más pelos en los cojones que en la cabeza». ¡Calvo de mierda! Y se marchó a su casa con la satisfacción del deber cumplido, respondiendo a aquel imbécil como merecía, entre los aplausos de la treintena de personas que aguardaban turno en la sala de espera del ambulatorio.
Tan sonora fue la ovación que hasta los compañeros de aquel mastuerzo, que debía ser el jefe para más inri, se levantaron para unirse al improvisado homenaje a aquel ciudadano que había sido capaz de sobreponerse a un abuso intolerable, poniendo en su sitio a aquel patán. Mientras, el interfecto huía avergonzado de su puesto de atención al público con el rabo entre las piernas, para parapetarse tras las puertas de la oficina, ante aquella manifestación de dignidad colectiva que amenazaba con arrollarle.
No sé a los demás, pero a mí me emocionó ver al personal sanitario y administrativo sumarse al aplauso general de solidaridad que allí había surgido de modo tan espontáneo. Acostumbrado como estaba a aplaudir a los sanitarios durante el confinamiento, cada día a las ocho de la tarde, por su dedicación incondicional, me reconcilió con el sistema sanitario ver aquel ejemplo de civismo y de solidaridad, y aquella sintonía entre los vecinos del barrio y el personal de su ambulatorio.
Últimamente tengo la lágrima fácil y me pongo tontorrón con estas cosas, afectado por la que vino y por la que está por venir, pero aquel me pareció un ejercicio de civismo digno de una sociedad sana y vibrante. Sin duda, la gente se tomó la justicia por su mano. Pero no en el sentido clásico del linchamiento o de la ley del Talión, sino en el más decente de los sentidos: en el de un puñado de ciudadanos anónimos que asumen su responsabilidad para zanjar abusos de cualquier tenor con la única fuerza de la madurez; en el de unas cuantas manos que aplauden como un martillo que golpeara las conciencias con la suavidad y la constancia del aleteo de una mariposa, mostrando con claridad la gigantesca influencia de las pequeñas cosas en el devenir de los acontecimientos.
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