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A partir de las diez de la noche Vitoria duerme. El silencio llega a ser inquientante en unas calles prácticamente desiertas, sin apenas vida después del toque de queda. Algunos trabajadores que vuelven a sus hogares, un par de paseantes de perros a los que ... no les importa saltarse la restricción horaria, operarios de la limpieza, taxistas y varios 'sintecho' son los únicos testigos de una ciudad vacía bajo la luz de la luna. El omnipresente coronavirus también nos ha arrebatado desde hace tiempo la vida nocturna.
«No me cruzo prácticamente con nadie de vuelta a casa. Si oigo algún ruido o veo algo raro me entra la paranoia y miro para todos los lados por si me están siguiendo, es una sensación muy extraña», confiesa Jean Aponte. Este joven caraqueño es cocinero en una céntrica hamburguesería y cuando finaliza su jornada laboral, pasadas las 23.00 horas, es de los pocos que camina por las aceras. «La policía solo me ha parado una vez», dice. Es viernes noche y la presencia de patrullas es muy escasa por las calles de la capital alavesa.
Quienes sí están porque también son un servicio esencial son los taxistas. Aunque apenas hagan carreras después del toque de queda. «Cogemos sobre todo alguna urgencia o gente a la que se le ha hecho tarde para volver a casa», cuenta Javi Sobrino en la parada de la plaza de los Desamparados. Si un viernes previo a la pandemia circulaban por Vitoria más de 70 taxis, ahora lo hacen una veintena.
– Estaréis aburridos...
– ¡Más que aburridos! Ya no sabemos qué hacer para pasar el rato, algunos ven la tele, otros están con el móvil, algún compañero se trae el ordenador y otros leen libros. Yo a las once y media pliego y me voy a casa.
¿Y qué hacen los que no tienen casa? Las agujas del reloj han rebasado hace tiempo la hora límite, pero Licher, Nuria y Armando no tienen prisa. La música suena en el altavoz y ellos charlan de manera animada junto al monumento a la Batalla de Vitoria de la Virgen Blanca. «Duermo en la calle desde hace dos años. La Policía me hace un montón de preguntas pero nunca me han multado», cuenta Licher Gravil. «Soy de Rumanía y tengo una ayuda de 600 euros al mes, por una habitación me piden más de 400... no puedo alquilarme nada», lamenta. A su lado, Armando Fernández le da un trago a la lata. «Yo estoy en el alberge y hasta las doce tengo la puerta abierta», comenta. A su lado, todas sus pertenencias empaquetadas en dos bolsas de plástico.
Pasa una furgoneta de la Cruz Roja haciendo su ruta habitual y más tarde de las once llega Maribel Ebendeng a la plaza. Todos se conocen. «Yo ahora vivo en un coche, pero no puedo estar mucho rato allí porque me duelen las piernas, así que ando. Ando mucho», relata a sus 28 años.
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