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La mascarilla ha cubierto nuestra rutina. Nos acompaña al trabajo y al colegio, de paseo, a hacer la compra, en los bares... y, al final de la jornada, miles de ellas acaban en la bolsa de la basura. Un estudio del Consejo Superior de Investigaciones ... Científicas (CSIC) calcula que la mitad de la población utiliza, y desecha, una quirúrgica al día. Más de 100.000 en el caso de Vitoria, 3,9 millones cada mes. La gestión de esta montaña azul de residuos, advierte el responsable del informe, Antonio Figueras, resulta «crucial» en mitad de una pandemia que se desconoce cuándo permitirá que nos volvamos a descubrir el rostro.
Entre los desechos que generan los vitorianos en sus hogares, admite César Fernández de Landa, concejal de Planificación y Gestión Ambiental, «se ha notado» esa creciente presencia de mascarillas desde que, a mediados de julio, se hicieron obligatorias en los espacios cerrados y también al aire libre. Hace menos de un año ni se veían y ahora sobresalen entre otros desperdicios que llegan a la planta –conocida como TMB, de tratamiento mecánico biológico– ubicada en Júndiz. «Dentro se reciben diariamente muchos residuos asociados a mascarillas», constatan desde el departamento, que recuerda a los vecinos que «deben depositarse en el contenedor gris», donde se echan los restos que se quedan fuera de la recogida selectiva. Desde colillas a cepillos de dientes, cerámica, bolsas de aspiradora, bastoncillos... y cualquier material sanitario, ya sean un par de tiritas o las decenas de cubrebocas que cada familia puede gastar a lo largo de un mes.
En la marea de casi 81.600 toneladas de desperdicios procedentes de la ciudad y de las cuadrillas alavesas que tragaron las instalaciones de Júndiz en 2020 ni siquiera representan el 1%. Apenas 11,8 toneladas de mascarillas al mes. Pero el problema no es su peso –unos tres gramos la quirúrgica y hasta diez en el caso de la FFP2– ni tampoco su tamaño sino el tiempo que tardan en degradarse. Entre 300 y 400 años, calculan los expertos, necesitan para desaparecer por completo, una eternidad para el medio ambiente que evidencia el impacto de la pandemia incluso cuando la covid haya pasado al olvido. «Por ley, están condenadas a eliminación. No pueden ir a reciclaje», explican desde el Ayuntamiento vitoriano.
El complejo diseño de los cubrebocas en busca de la máxima protección frente al virus, a base de múltiples capas de diferentes materiales, complica ese reciclaje. Contienen polipropileno, poliéster... En resumen, «mucho plástico», señala Figueras. La pandemia ha impuesto su utilización justo cuando la UE se había plantado contra los objetos de un solo uso fabricados con este producto, como pajitas o platos, que en verano quedarán prohibidos. Las mascarillas, a las que obviamente no se puede extender este veto, carecen también de una segunda vida y, tras circular por la cinta de las instalaciones de Júndiz, «pasan a formar parte del rechazo de la planta».
Esos restos que «no se pueden reciclar ni valorizar» acaban «en balas compactadas y apiladas en el vertedero». Un destino final en Gardélegui que en 2020 recibieron algo más de 42.600 toneladas, entre ellas, millones de mascarillas desechadas por los vitorianos. La covid obligó el pasado año, además, a cambiar el tratamiento de estos residuos por parte de los trabajadores de la planta que, entre marzo y mayo, no pudieron realizar el triaje manual de los desechos. En las instalaciones también se ha mejorado desde entonces los equipamientos y la ventilación en cabinas para reducir el riesgo de contagio.
Hace menos de un año que los vitorianos conviven con la mascarilla pero, a excepción de algún despistado, la mayoría sabe que este residuo debe tirarse al contenedor gris. A pesar de la cantidad de plástico que contiene no puede acabar en el depósito amarillo y, aunque se trata de un material sanitario, tampoco tiene que echarse a los buzones blancos que poseen las farmacias. En Álava hay 114 de estos puntos SIGRE (Sistema Integrado de Gestión y Recogida de Envases) donde, explica su director de relaciones institucionales, Miguel Vega, la presencia de cubrebocas ha resultado en estos meses «mínima».
En estos cubos alargados caben medicamentos caducados o sobrantes, cajas y 'blisters' de fármacos vacíos... pero no hay sitio para mascarillas, ni guantes. Tampoco para los botes de gel hidroalcohólico, que sí pueden echarse en el contenedor amarillo al tratarse de envases. «Los puntos SIGRE son seguros gracias a la labor del farmacéutico, que vela por su correcta utilización y asesora constantemente sobre lo que debe depositarse en ellos», comparte Vega.
No obstante, en el sector asumen que el futuro de los cubrebocas pasa por que protejan del virus pero también al medio ambiente. Por ahora no existe ninguna planta de tratamiento específica para mascarillas en el Estado aunque se han puesto en marcha iniciativas como Proyecto Spain, con origen en Asturias y que ha despertado también el interés del País Vasco, para la higienización y esterilización de quirúrgicas usadas en centros sanitarios.
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