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De repente, todo se te para. Ahí fuera la gente sigue riendo, amando, saliendo de fiesta, comiendo, disfrutando... como si nada. Como antes de que se fuera. Y tú, tú te limitas a lo justo, necesario y fisiológico: a respirar, a dormir (mal), a comer ( ... sin ganas)... Se te muere uno de los tuyos y todo se detiene. Te dicen que la vida sigue, pero sabes que no es verdad. Porque sigue la de los demás, pero la tuya se ha detenido para siempre. Hay quien se queda clavado en ese punto oscuro y no consigue salir adelante jamás. Ellos, no. María José y José echaron a correr. Corrieron para no olvidar. Corrieron para seguir corriendo.
La mayoría se tiene que atiborrar a orfidales y a lexatines. Pero ellos están hechos de otra pasta. A ellos les salvaron sus propias endorfinas. El hijo de María José Moreno y José Ignacio González falleció en un accidente de tráfico en agosto de 2011. En noviembre de ese mismo año, unos amigos regresaron de correr la maratón de Nueva York, convencidos de que aquella iba a ser la mejor terapia para esta pareja de Ribabellosa rota de dolor. Les acabaron convenciendo. «Hasta entonces, corríamos de vez en cuando, pero solo como ejercicio, nunca tan en serio», cuenta él. Ocho años después, han llegado a la meta de las World Marathon Majors, las seis maratones más importantes del mundo.
Llegados a este punto, el que diga que correr es de cobardes, es porque no conoce a Mari José y a José.
Con el luto dentro del cuerpo, estos padres devastados sacaron fuerzas de donde no las había y se calzaron las zapatillas. «Los primeros meses salíamos a correr y no queríamos que nadie nos viera. Cogíamos el coche y nos íbamos fuera, algunas veces a Miranda, al lado del pueblo; otras, más lejos», recuerda él. «Correr nos sentaba bien: eres tú, con el aire, el viento y tus recuerdos, siempre pensando en nuestro hijo», cuenta ella. Sí, es inevitable que la garganta se le haga un nudo al imaginar a esta pareja corriendo juntos, cargando con el peso de la pérdida a la espalda, con el sudor mezclándose con las lágrimas.
Se prepararon durante todo un año, con lluvia, con frío, exhaustos y destrozados. Con la misma dedicación abnegada del devoto que peregrina para cumplir una promesa. «Para hacer algo así hay que tener un objetivo muy claro», sostiene Mari José. Ellos ya no podían tener uno más poderoso: homenajear a su hijo perdido.
Llegó noviembre de 2012. Y se plantaron en Manhattan dispuestos a correr sin mirar atrás. Pero no pudo ser. El huracán Sandy obligó a cancelar la prueba por primera vez en la historia. «Yo no me podía creer que justo pasara ese año, me vine abajo, me quería coger el primer vuelo de vuelta a casa. Aquella carrera era muy, muy importante para nosotros. Quería que mi otra hija, que entonces tenía 10 años, viera cómo llegábamos a meta por su hermano», recuerda José. Por suerte, su mujer no se amilanó: «Me lo tomé como una segunda oportunidad». Ella tiró de él. Su historia siguió corriendo.
Un año después, regresaron a Nueva York. Han pasado siete años y a ella todavía se le quiebra voz y le tiembla la barbilla. A él, los ojos se le ponen colorados y se le empapan cuando recuerda aquella entrada a meta en Central Park, con la camiseta con la foto del hijo perdido estampada. El momento se diluyó entre las historias de los otros 30.000 corredores y las crónicas dirán que ganó el keniata Geoffrey Mutai, que tardó dos horas, ocho minutos y 24 segundos en cubrir el recorrido. Pero el gran triunfo fue el suyo, el de esta enfermera del psiquiátrico de 50 años y de este operario de 47 que encaja los entrenos entre turno y turno.
A la de Nueva York, le fueron sucediendo el resto de las 'majors': Chicago, Berlín, Tokio, Londres... La última, todavía muy reciente, la completaron el pasado 15 de abril en Boston. A María José le flaquearon las fuerzas. En el kilómetro 23 empezó a sentir unos calambres terribles. «Pensé que no podría, que no podría acabar», suspira. Algo, alguien, le dio el aliento que necesitaba. Llegaron a meta. Juntos. En memoria de su hijo.
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