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Masi Jibello, de Pipaón, recoge leña para alimentar la estufa de la casa, una de las cinco que abren las puertas del pueblo. Rafa Gutiérrez

Viaje a la Álava vacía

De Angostina a Loza, recorrido por una de las zonas más despobladas de la Montaña Alavesa. «Nosotros sí que estamos en peligro de extinción», advierten sus vecinos

Martes, 5 de junio 2018, 00:53

Riiiiiing. Al llamar al timbre, sólo responde el eco de la casa vacía. Las pisadas se escuchan con total nitidez por las calles desiertas y el sonido ambiente se reduce al piar de los pájaros y a la brisa agitando las ramas. Al urbanita, aquello ... le resulta relajante. Pero, al rato, esa tremenda soledad que habita los días de labor en muchos pueblos alaveses se llega a volver inquietante. Hasta algo siniestra. Pasa en Loza. Pero también en Angostina y lo mismo en San Román de Campezo, Pipaón, Quintana, Villafría y en otros tantos pueblitos de la Montaña Alavesa. Según los últimos datos del Eustat, allí vive el 0,92% de la población de la provincia. Son 3.009 personas que habitan en una superficie total de 583,9 kilómetros cuadrados, concentradas en media docena de municipios y un rosario de concejos diminutos donde los censos se podrían resolver contando con los dedos. EL CORREO pone rumbo a la Álava vacía.

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Desde la capital, el coche enfila por la CL-127, tan angosta ella que, por un momento, parece que el frondoso bosque se ha propuesto engullir el asfalto. Por allí echa raíces Bajauri, uno de esos pueblos que no queda muy claro a qué lado de la muga se encuentran. «Sí, sí, esto es Treviño», confirma Rodri, que, con el pelo revuelto, descalzo y una barba hirsuta, es la viva imagen del ermitaño. Con chalé y todoterreno, eso sí. Él, en la treintena, es uno de los doce vecinos de la aldeíta. «No cambio esto por nada, pero los inviernos son muy duros: te pasas la semana sin ver a nadie», evidencia mientras acaricia a un gato manso.

De fondo se escuchan los bocinazos de Ángel Pérez, el de los congelados. Viene de Oion para surtir la despensa de los vecinos de una zona sin comercio en la mayoría de los pueblos: hasta el pan llega en furgoneta. «Mi clientela tiene unos 70 años de media y en muchos sitios, entre semana, no me encuentro con nadie», sostiene. Con sus rodajas de merluza bajo cero enfila hacia Urturi (62 habitantes), donde ni su estupendo campo de golf ha conseguido insuflarle vida al pueblo. «Los fines de semana sí que viene gente, pero el resto, esto está muerto», asegura Marisa Almellón a la puerta de su casa, al lado de un parque infantil sin niños. «Hay sólo dos, que tienen que ir al colegio a Bernedo», apunta. Por allí, todos dependen del municipio para ir al médico de cabecera, la farmacia o para realizar cualquier pequeña gestión en una zona donde «el coche es imprescindible».

Muy cerca, en Quintana (21 habitantes), viven Enrique Martínez y toda su familia. Motosierra en ristre, aprovecha la pequeña tregua que deja la lluvia para cortar leña en la era. «Para cualquier cosa, hasta para tomar algo, te tienes que mover a Bernedo», destaca. ¿Y para buscar moza casadera? «¡Hay que aprovechar las fiestas! Aquí también salimos, que esto no será la Dato, pero también hay ambiente», resuelve entre risas y viruta de madera el joven. No es éste un asunto menor. Cada nacimiento es todo un acontecimiento en la zona. Según los últimos datos del INE, de 2016, en los doce concejos agrupados en torno a Bernedo, sólo dos criaturas montaraces vinieron al mundo. En el mismo año murieron cinco personas: las cuentas no salen.

«Esto es devoción»

Ese profundo desequilibrio ha azotado a núcleos como Angostina (16 habitantes). De chiripa, bajo una intensa lluvia, sale al paso su alcalde, Roberto Sáez, que va a comprobar el caudal del río tras las intensas lluvias de estos días. Se cierra en banda cuando se le pregunta por la población real, de lunes a viernes, de su pueblo. Pero basta un recorrido por sus calles para hacer un recuento de persianas bajadas y chimeneas humeantes: allí no hay más de tres casas habitadas. «El que vive en un pueblo de estos es por devoción», reconoce el regidor, que se las ve y se las desea para encontrar voluntarios cuando toca desbrozar los caminos. «No hay gente», lamenta.

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Es mediodía, y en Villafría (19 habitantes), a tiro de piedra -literal- de Bernedo, Ángel y Asier Hermosa, dan por finiquitada la mañana de faena en el campo. Con sus buzos y sus botas embarradas, maldicen, apuntando hacia el cielo, por las tormentas que han caído sin piedad esta semana y que «han echado a perder toda la cosecha, justo en el momento después de sembrar». «Aquí tenemos la sensación de estar abandonados como una colilla. Dicen mucho de que hay que proteger a los lobos, pero nosotros sí que estamos en peligro de extinción: en diez años, esto ya no existe», clama Ángel bajo la atenta mirada de su hijo, de 25 años.

«¿Y qué iba a hacer si no?», contesta el chaval cuando se le pregunta por qué eligió quedarse para trabajar esa tierra tan dura. Desde luego, no todos los jóvenes han aceptado su destino, pegado al terruño, con la misma resignación. La Montaña Alavesa es la zona más envejecida del territorio. Según el INE, el 26,9% de sus habitantes tienen más de 65 años: el porcentaje es casi siete puntos más elevado que en la, ya de por sí, envejecida Vitoria.

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Tirando para Peñacerrada, hasta los corzos que pastan en las cunetas parecen sorprendidos al adivinar, a lo lejos, la silueta del coche acercándose. Tampoco están muy acostumbrados a que los forasteros anden merodeando por las calles en Loza (20 habitantes). Desde la ventana de su casa, Jose Mari está fumando cuando advierte la presencia del objetivo del fotógrafo. Su primera reacción es meterse para dentro y cerrar los postigos. La segunda, salir con su perro Archi, un labrador bonachón que, desde luego, no sirve para intimidar. «Aquí todo el mundo se marchó. ¿Quién se va a quedar si no hay nada que hacer?», se duele el hombre, orgulloso por no haber tenido que «trabajar nunca para ningún jefe».

La zona de Lagrán (185 habitantes en tres concejos) es la más vacía de la vacía Montaña Alavesa. Un termómetro digital marca 16 grados en la plaza mayor de Pipaón (39 vecinos). Debajo, un cartel presume de los encantos del pueblo: el museo etnográfico, el pórtico románico y el grupo de danzas Usatxi. No dice nada de esas calles impolutas, pavimentadas con un coqueto efecto madera, ni de esas farolas modernísimas (que no desentonarían en cualquier urbe europea), ni de esas fuentes de las que no para de brotar agua aunque parece poco probable que alguien vaya a amorrarse para calmar la sed: por allí no se ve un alma.

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Uno está a punto de resolver que en Pipaón hay más gatos (dos) que personas (cero), cuando aparece Masi Jibello cargada con un fardo de leña, en una imagen que recuerda un poco a aquella señora de 'Twin Peaks'. «Seis, siete, ocho... catorce», echa cuentas cuando se le pregunta por cuántos vecinos viven a diario en un pueblo en el que abundan los carteles de 'se vende', donde se alternan las casas de fachadas arregladísimas y las que parecen sostenerse de puro milagro.

«En verano esto está muy animado, las mujeres nos sentamos ahí, a la fresca», dice Masi señalando unos butacones fijados al cemento que se miran, vacíos, los unos a los otros. Dispuestos para una tertulia sorda en la que la Montaña Alavesa tiene mucho que decir pero cada vez menos gente que alce la voz. Y casi nadie que la quiera escuchar.

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