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Llamas al timbre y nadie contesta. Y el caso es que las persianas están subidas y la chimenea escupe un humo denso: hay gente en casa. En la ventana, tras las rejas, agazapada entre los visillos bordados, se aprecia la silueta de una señora. No ... abrirá la puerta. Se quedará inmóvil ahí un buen rato, observando, se diría que incluso conteniendo el aliento, hasta que el forastero desista, dé media vuelta y se largue por donde ha venido.
En Lagrán, en plena Montaña Alavesa, son 158 vecinos, incluida la señora de la ventana. Viven desperdigados en un vastísimo término municipal de casi 50 kilómetros cuadrados donde caben otros dos concejitos: Pipaón y Villaverde. Tienen un campo de golf de nueve hoyos (hoy en desuso), casa rural, frontón... y llevan años queriendo atraer, con bastante poco éxito, al visitante despistado con un centro de interpretación de la ruta del vino y el pescado. Ahora, preferirían no recibir a nadie. Y eso que tienen un encanto que ningún otro pueblo, ni muchísimo menos ninguna gran ciudad puede ofrecer. Hoy por hoy es el único municipio vasco donde el virus no ha hecho acto de presencia.
Como si esas hayas enormes, esos quejigales tupidos hubieran creado un parapeto de camuflaje, el virus no ha logrado encontrar el camino hasta Lagrán, a escasos 40 minutos de Vitoria. O eso dicen las estadísticas. Semana tras semana, desde que Sanidad publica datos sobre la incidencia del coronavirus, el municipio alavés no ha registrado positivos. Añana, Baños de Ebro, Elvillar, Moreda, Peñacerrada, Zalduondo, Zambrana... otros pueblos de la provincia pueden presumir hoy de tasas de incidencia de 0. Pero este es el único oasis vírico.
Por aquí tienen muy claro que esta bendita singularidad es fruto del azar, del capricho estadístico. «Supongo que hemos tenido suerte, mañana pueden detectar un caso y adiós», resuelve José María Martínez, el alcalde del pueblo desde hace 14 años. El hombre se encoge de hombros cuando se le pregunta a santo de qué nadie ha pillado «el bicho», cuando los de la cercana Bernedo y hasta los de Peñacerrada «sí han caído». Pero, muy en el fondo, él tiene bastante claro por qué, al menos en un primer momento, ninguno de sus convecinos se llegó a contagiar.
A mediados de marzo, mientras los gerifaltes de la cosa sanitaria todavía repetían que las mascarillas no eran necesarias, al señor alcalde, de 76 años, algo no le terminó de cuadrar: si dicen que el virus se transmite por el aire, ¿no será mejor utilizarlas? Ya se sabe, que en boca cerrada... Así que el tipo se recorrió todas las farmacias de Vitoria buscando mascarillas. «Si quedaban 20 en una, 20 que me llevaba. Unos días iba y al siguiente costaban el doble, pero a mí me da igual, no me importó gastar el dinero en eso», cuenta. Las repartió entre sus vecinos siguiendo un plan pergeñado por el sentido común. «Primero, a los mayores hasta llegar a los niños de más de diez años. La idea era que, al tenerlas gratis, la gente las utilizara». Parece que la cosa funcionó. Pasaron las semanas y por allí el virus no se asomaba.
Llegó el verano y llegaron los forasteros, el pueblo se llenó de gente. «Igual menos que otros años, pero vinieron de Madrid, de Bilbao... pensábamos que entonces sí tendríamos algún caso, pero fuimos librando», cuenta el regidor que no esconde su miedo a contagiarse. Algunos de esos visitantes se quedaron en el pueblo, donde se sentían seguros. Yallí siguen.
Al llamar a la casa de Pedro, Kai, un labrador bonachón, recibe entre ladridos, más por pura sorpresa que por instinto protector: el animal también se ha acostumbrado a no recibir visitas. «Somos de Rentería, teníamos esta casa de segunda residencia y nos vinimos en cuanto se pudo y, como nosotros, mucha gente aunque no se vean: hay quien no ha salido de casa en cuatro meses», cuenta Pedro mientras acaricia al perro manso. En efecto, no se ve un alma. Para encontrar a otro paisano hay que ir a El Frontón, el bar del pueblo.
Las brasas de la estufa de leña caldean el local, donde José Ignacio Ortega apura un blanco. «Antes estaría con los amigos, pero ahora vengo yo sólo, aquí nadie hace vida social ahora», cuenta el hombre. «Salimos al monte y hasta al jabalí (a cazar) vamos solos». Se acabó la partida del mus y el tute de la tarde. «Viene uno, se toma el café o el vino y se marcha», cuenta Alex Neira, que con su mujer, Carolina, llevan el bar desde hace un par de años. En un día bueno de labor, como mucho, sirven 15 cafés. Pero no cambiarían la vida en Lagrán por nada del mundo. «Nos sentimos seguros», resuelven.
Aquí, en Lagrán, no hace falta ningún informe epidemiológico que lo certifique, la medida que mejor ha funcionado ha sido ese miedo atávico, esa montaraz distancia con el forastero, esa que hace que esa mujer no abra la puerta y se sienta segura escondida entre los visillos a la espera que se largue el visitante impertinente. Señora, hace usted bien.
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