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Jorge Barbó y RAFA GUTIÉRREZ
Domingo, 31 de julio 2022, 01:08
Cuando en los campos de Castilla no quedaba ya ni un mal rastrojo, ni un mal bálago para rumiar, tocaba emprender viaje, largo caminito sin dejar las Cañadas Reales. No era fácil perderse. Como Pulgarcito con las miguitas de pan, bastaba con seguir las cagarrutas ... con las que otros rebaños antes habían tapizado kilómetros y kilómetros, sendas y sendas. Eran días y días de arduo camino de sol a sol, hasta llegar allá a lo alto, a ese maná de prados verdes con barra libre de briznas fresca, brañas esmeraldas 'on the rocks'.
Igual que aquellos viejos pastores, Maider Martínez, la pastora de Legutio a la que EL CORREO sigue durante todo un año de trabajo, también lleva estos días a sus ovejas desde sus tierras a los pastizales más lozanos. Pero la suya es una trashumancia a la vuelta de la esquina, unos pocos kilómetros que, sin embargo, simbolizan a la perfección la enorme, la gigantesca distancia que separa el mundo rural del urbano y del administrativo.
Qué cara habría puesto el pastor de Andorra -buen ovejero y mejor jotero- si le hubieran dicho que para llevar a sus merinas desde el Teruel más profundo hasta las faldas del Pirineo precisaba de rellenar tropecientos formularios, lograr una autorización de la policía, firmar certificados de señalización y comprometerse a dejar los caminos sin una mala cagarruta. Pues esto, exactamente esto, se le pide a Maider cuando tiene que mover a sus ovejas, para cruzar ese puente de la N-240 que le lleva al otro lado del pantano donde los animales pasarán el verano.
Semanas antes de bregar con sus ovejas, de conducirlas justo por donde ellas no están para nada acostumbradas, Maider se las tiene que ver con funcionarios de todo pelaje. Es ella la que tiene que entrar, resignada, al redil burocrático. «Te piden que hagas el trámite con certificado digital, que consigas una solicitud, que pagues tasas (50 euros, por cruzar una carretera, en apenas tres minutos) y me han llegado a decir que tengo que encargar señalización y un camión de limpieza, algo que me costaría más de 600 euros», describe la ganadera. «En definitiva, me piden lo mismo que para la Vuelta, cuando yo lo que quiero es cruzar una carretera para llevar a mis ovejas hasta los pastos. Cuando me pasa esto, cuando te tienes que enfrentar a tantos trámites, tengo la sensación de que, para ellos, para la administración, no existimos», se desahoga la ganadera.
Son las 7.30 de la mañana y con la legaña puesta y con la vara de avellano en ristre, Maider, pero también Iker, su marido y también sus hijos Mattin y Peru tratan de sacar al rebaño de la cuadra. No es fácil. Los animales se encuentran frescos bajo techo después de tantos días de intenso calor. Al salir del pueblo, patrullas de la Ertzaintza, a la que Maider avisó, les aguardan para escoltar a la pastora y a su rebaño, como si fueran unos 'vips', unos importantes mandatarios lanudos.
Esos pocos metros de puente sobre las aguas de Urrunaga es probablemente el único asfalto -por cierto, quedó impoluto, ni una cagadita- que las pezuñas de las ovejas de Maider pisan a lo largo del año. Dóciles, las latxas siguen a Maider y a Mattin mientras que el pequeño Peru y su aita Iker van a la zaga para controlar a las descarriadas con el palo. No les atizan, estas ovejas no se llevan ni un mal golpe en el lomo. «El palo ayuda para cortarles el paso, nada más, es una prolongación de tu brazo, a mí no me gusta pegarles, de hecho, mis ovejas son muy tranquilas», explica la ganadera.
Tras atravesar unos pocos caminos de parcelaria, tras tomar descanso, las ovejas llegan a su destino, los pastizales de la familia, a la orilla del pantano, una especie de 'resort' vacacional entre balidos. «Aquí pueden comer hierba fresca a diente, tienen el agua para beber y sombra para cobijarse y dormir si tienen calor», explica Maider, un poco como hacen esos recepcionistas cuando llegas a un hotel de los de pulserita de todo incluido.
Su estancia será larga. Si el tiempo lo permite, pasarán aquí todo el verano, libres, protegidas por una cerca y mimadas por Maider, que dos veces al día sube con un poquito de pan duro, una golosina para ellas, para mimarlas, para vigilarlas. «Esto, venir y dedicarte a observar cómo están es una gozada, a mí me da paz», dice Maider esbozando una sonrisa. Esta imagen, la de la pastora tranquila con el palo de avellano sí que se ajusta más al cliché bucólico. Y da la sensación de que estos momentos a la sombra, viendo a todos esos bichos lanudos rumiando tranquilos, compensa todo el arduo trabajo del año. «Sí, la verdad es que así, sola, tranquila, pensando en tus cosas, se está 'superagusto'... supongo que esto es a lo que se refieren cuando dicen que hay que saber disfrutar de las cosas pequeñas».
Orgullosa pastora. Y por pura Vocación. Maider dejó de enseñar el verbo 'to be' a sus alumnos a escuchar todo el santo día el «beee», el balido de sus 180 ovejas latxas. Filóloga inglesa de formación, decidió dejarlo todo, aprender pastoreo y poner en marcha en Legutio una pequeña explotación ovina, un proyecto de ganadería extensiva y restaurativa que compagina enfocado a la elaboración de sus propios quesos.
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