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Ha conseguido una mascarilla por su cuenta y, en pleno estado de alarma, sigue visitando a los usuarios del Servicio de Ayuda a Domicilo (SAD) en la Montaña alavesa para cuidar de ellos, los mayores. Teresa Alda, vecina de Bujanda, se traslada de casa ... en casa en su propio coche armada con sus guantes, zuecos y una bata para atender sus necesidades básicas de higiene y ayudarles en lo que puedan necesitar.
«Si antes me cambiaba de guantes dos veces en una casa ahora me cambio tres. ¿Cómo guardo la distancia de un metro para ducharlos? Es absolutamente imposible. Pero es gente muy mayor. Tengo que ir a trabajar, me necesitan», explica esta mujer. Pese a que sigue al pie del cañón para atenderles, en los últimos días numerosas familias se han dado de baja del servicio por miedo a posibles contagios.
«Antes hacía 6 o 7 visitas al día. Ahora igual hago dos horas una mañana y otra hora la siguiente», revela Alda, quien se preocupa por las compañeras que cobran por horas. «Yo tengo una garantía, pero ellas apenas cobrarán estos meses», señala. Entre las personas que cada semana esperan su visita se encuentran, por ejemplo, dos hermanas de 89 y 84 años que viven juntas. «Se han dado de baja dos de las personas a las que cuidaba. A una solía acompañarla a pasear, pero ya tampoco se puede», lamenta.
Cada día Alda controla la fiebre de las personas a las que cuida. «Los médicos de la zona, como los de Maeztu y Campezo, están muy pendientes de ellos. Pero yo ya tengo 65 años y también estoy en una edad de riesgo», reconoce la trabajadora del SAD, quien critica la mala calidad del material que utiliza. «Hace dos semanas tuvimos una reunión de prevención de riesgos con la empresa y lo veíamos venir. Hemos pedido que nos mejoren los guantes, pero los nuevos no llegan», denuncia. Otro problema lo tiene con las batas. «La empresa sólo nos ha dado una bata, pero yo la lavo y la cambio cada día por seguridad, así que estoy turnándola con otras que tenía de antes», subraya.
Aunque guarda cariño a los usuarios, Alda espera poder jubilarse pronto, a los 66. «Este es un trabajo duro y cada vez que vuelvo a casa pienso que he podido contagiarme. Mis nietos están cerca, pero no puedo ir a verlos», resume. Estos días le anima el compañerismo que se respira en los pueblos. «Igual un vecino les trae un puré, yo voy a la tienda si necesitan algo... nos ayudamos entre nosotros y ahora toca hacerlo más que nunca», anima.
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