Donde sobrevive el underground
Una serie de lugares de trabajo tan o más especiales que sus dueños ·
Visitamos el lugar de trabajo de Ernesto Iriarte; un polifacético artista capaz de convertir chatarra roñosa en personalísimas obrasSecciones
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Una serie de lugares de trabajo tan o más especiales que sus dueños ·
Visitamos el lugar de trabajo de Ernesto Iriarte; un polifacético artista capaz de convertir chatarra roñosa en personalísimas obrasSe molestó en dibujar los contornos del martillo, los alicates y los destornilladores. Estos paneles para herramientas recuerdan un poco a aquellas siluetas de tiza que trazaban en el suelo los del CSI cuando aparecía un fiambre. El suyo (el panel, no el cadáver) lo ... colocó encima del banco de trabajo, para tener todas los útiles pulcramente ordenados, siempre a mano. Y sin embargo, nunca se ha molestado en colgar cada cosa donde toca. El martillo cuelga donde el alicate. El destornillador, donde la llave inglesa. Nada casa. Nada se corresponde con su sitio. Bonita metáfora ésta de cómo la creatividad de Ernesto Iriarte se sale de los contornos de lo previsible, de cómo su raro talento desborda los mapas canónicos de la creación. Aquí sobrevive el underground.
¿Qué hace Ernesto? Quizás resulte algo más sencillo aclarar qué no hace. Porque él tiene credenciales de maestro de esgrima, sastre, escultor, artesano, joyero, encargado de mantenimiento... Él es un polvoriento hombre del renacimiento y su lonja de Barrenkale, un reflejo de esa polifacética personalidad suya. Al traspasar el portón de madera, queda claro que aquí trabaja alguien procrastinador y disperso, uno de esos tipos incapaces en concentrarse en sólo una tarea al mismo tiempo. Vamos, que esto es un puñetero caos.
Aquí se respira una atmósfera como de 'Mad Max' pasada por el tamiz de la estética de Tim Burton pero con una decadencia más cañí, como de 'Los Santos Inocentes'.... pero dejémonos de películas. Llegados a este punto, lo suyo sería rebozar la descripción de este lugar con un par de adjetivos e insinuar que bajo todo este desorden, entre tal acumulación de cacharros subyace una belleza extraña. Pero no. El taller de Ernesto provoca cierta desazón al visitante. Es un sitio incómodo éste. Uno lo recorre con la mirada y, aún sin llegar a tocar nada, se dice que lo más sensato será salir corriendo a ponerse la antitetánica.
Nauta, un simpático perro bodeguero, con perfil aristócrata ratonil, olisquea por aquí y por allá hasta que se pone a roer algo que ha encontrado entre la maraña de chismes que se acumulan en el espacio, todos, en teoría, susceptibles de convertirse en parte de una de las obras de Iriarte. A saber: la esfera de un reloj gigante, el cuadro desvencijado de una bicicleta (que el artista pretende convertir en una bici-tractor), un foco, el torso de un maniquí, un calendario de 2011 de las montañas islandesas, un trozo de tubería de PVC, hierros retorcidos, un 'Power Ranger' desafiando a dos San Pancracios, marcos astillados, un marinero de madera manco, sierras eléctricas y lijadoras... Sí, el único campo semántico posible, capaz de agrupar todo esto es el de la pura anarquía, más propia de un taller de reparaciones de Calcuta que del estudio de un libérrimo artista ácrata.
Tras una puerta corredera se abre un espacio todavía más diminuto, con unas dimensiones apenas suficientes para que las generosas hechuras del artista encajen, que cualquiera diría que su cuerpo ha tenido que encorvarse en una darwiniana adaptación al espacio. Aquí, en una vieja mesa de joyero con las patas carcomidas, con su lupa de aumento y sus fresas de precisión, el artista diseña piezas de joyería a partir de la chatarra. Le saca lustre al desperdicio y convierte la quincalla en un exclusivo lujo de bajos vuelos: con un poco de soldadura, es capaz de engarzar piezas inconexas hasta crear anillos y colgantes. Aunque, en realidad, él no necesita estaño para unir esas ideas que le chisporrotean en la cabeza. Le bastan sus propios circuitos cerebrales que, a ratos, funden los plomos.
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