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La luz entra por una ventana enrejada en el taller del luthier.

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La luz entra por una ventana enrejada en el taller del luthier. Igor Aizpuru

Sinfonía de viruta

EFECTOS ESPACIALES ·

Oleg Ivanyschuk. El luthier eligió una lonja anodina, en una plaza anodina, de un barrio anodino de Vitoria para crear sus hermosos instrumentos

Martes, 7 de enero 2020, 00:55

Cremona, en la Lombardía, le llaman la capital del violín. Este tipo de topónimos oficiosos, algo rimbombantes (la ciudad de la luz, la del amor, la eterna...) tienden a resultar bastante absurdos. Despiden un cierto tufillo de puro eslogan de marketing acomplejado. Pero en el caso de esta ciudad, a orillas del Po y de escasos 70.000 habitantes, tiene todo el sentido del mundo. Allí se han creado los instrumentos de arco más famosos del mundo. Los Stradivarius. Los Bergonzi. Los Guarnieri. Aquí, como allá, también hace un frío del carajo. Pero hasta ahí todas las similitudes. Vitoria se parece más bien poco a Cremona. Y, sin embargo, Oleg Ivanyschuk vino a parar aquí para crear sus magníficos instrumentos con los que, quién sabe, quizás el próximo Mozart deje flipado al mundo.

Te esperas encontrar una 'bottega' en la que suena Paganini a todas horas, con un taller vetustísimo en la trastienda. Uno de esos sitios de pintoresco encanto, uno de esos en los que te recibe un tintineo de campanillas al franquear la puerta en el bajo de un edificio medieval. Un sitio así como en el que Giepetto construyó a Pinocho. Pero no, qué va. El luthier trabaja en un anodino bajo de un bloque de oficinas anodino, en una plazoleta anodina de un barrio anodino de Vitoria. Comparte el espacio con el txoko de unos amigos. Así que para entrar al taller, hay que atravesar y dejar a un lado los fogones donde, quizás, hace un rato se estaban guisando unas carrilleras. O una buena sartenada de txitxikis con huevos y patatas. Y, si uno se detiene a pensarlo, la cocina y la lutería tampoco desentonan tantísimo. Al final, él guisa instrumentos de precisión. Amasa sus violines a partir de maderas nobles, los corta y los sazona con barnices. Aquí, el olor de los potajes, de los arroces, de los asados hasta se acompasa con sus instrumentos, como en un raro canon, en una sinfonía de viruta y olor a patatas a la importancia.

El espacio resulta espartano. Pero no espartano minimalista. No. Espartano, espartano. Espartano tipo local al uso, una de esas lonjas de estética soviética que podría albergar una agencia inmobiliaria venida a menos o uno de esos sitios para hacerse las uñas. Pero el caso es que aquí, en este bajo por el que la luz entra a través de una ventana con rejas, el luthier crea joyas únicas, exclusivos violines y violas de campanillas. En unas estanterías se acumulan barnices y pedazos de madera nudosa, de fresno balcánico, que servirán para dar forma a sus instrumentos. En otra pared, un banco sobre el que cuelga una colección de gubias relucientes, un afilado rosario de sierritas. Todas, perfectamente dispuestas. Todas, a excepción de una sierra y un taladro eléctricos, herramientas manuales. De hecho, el maestro de la lutería podría trabajar perfectamente sin necesidad de electricidad.

Los planos de cada violín, de cada pieza, están también esbozados a lápiz, escuadra, cartabón y mano alzada. Hay una belleza extraña en estos dibujos repletos de anotaciones, de líneas sinuosas y detalles obsesivos. Estas plantillas, sobre las que el luthier construirá cada instrumento, parecen sonar al trasluz, como cartografías sonoras que sirven para emprender el largo viaje, de varios meses, que lleva rematar cada una de las piezas. Y eso que Oleg apenas se mueve unos centímetros en esta travesía. Él trabaja sobre una mesa recia, uno de esos muebles fabulosos que cuentan con hendiduras móviles, con huequitos y mordazas para que impedir que la madera se mueva ni un milímetro durante el preciso proceso del luthier.

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