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El 21 de julio del año 365 antes de Cristo un pastor llamado Eróstrato incendió el templo de Artemisa, una de las siete maravillas del mundo antiguo, que ardió por los cuatro costados hasta quedar reducido a cenizas. Situado en Efeso, el templo había sido ... construido en honor a la diosa que llevaba su nombre, gracias a una operación de 'crowdfunding' en la que los efesios se implicaron con sus donaciones, cada cual en la medida de sus posibilidades.
Después de facturar tamaño desastre, el pastor reconoció ante el rey Artajerjes que el único objetivo de su acción no había sido otro que el de lograr que su nombre fuera recordado. No importó en absoluto el impacto de aquel desafuero, sino la firme voluntad de pasar a la posteridad lo que impulsó a aquel gañán a arrasar el 'Artemisión'; para lograr que su nombre, el de un anónimo pastor, no quedara en el olvido. Y a fe que consiguió el propósito.
El rey ordenó ejecutar al pirómano de forma inmediata dada la gravedad del delito y las funestas consecuencias de sus actos. Pero hizo algo más. Prohibió bajo pena de muerte que ningún bebé llevara su nombre y que nadie lo nombrara nunca jamás para evitar precisamente que la intención de Eróstrato cobrara el éxito perseguido. No lo logró. El rigor de un historiador coetáneo de nombre Teopompo de Quíos –entonces los periodistas no abundaban– arrumbó con la firme decisión de Artajerjes y obró el prodigio de que el nombre del autor de la destrucción del Templo de Artemisa pasara a la historia y fuera recordado hasta el día de hoy, más de dos mil años después.
Hoy, el nombre de Eróstrato va asociado a un síndrome –el síndrome de Eróstrato– que define a quien delinque y provoca catástrofes de cualquier índole persiguiendo la fama, buscando pasar a la historia y ser reconocido por el eco de sus actos. No tanto por haber creado nada, sino por el hecho de destruir y de dar rienda suelta a estragos sobresalientes. Si razonamos con rigor, pareciera como si el mundo contemporáneo, además de estar asolado por una pandemia vírica, padeciera también este Síndrome de Eróstrato. Porque como torpes imitadores del pastor efesio, glorificamos la fama que no es fruto de esfuerzo alguno, sino aquella que resulta de la explosividad y de la inmediatez. De tal suerte que la persecución del éxito instantáneo hace que abunden los voluntarios dispuestos a arrendar su alma por adquirir notoriedad a cualquier precio.
Creo que fue Víctor Hugo quien dijo que la popularidad viene a ser la gloria en calderilla; y ciertamente vivimos tiempos en que no es sino calderilla nuestra moneda de uso más corriente. A juzgar por los valores que barnizan nuestra sociedad y que constituyen la referencia del éxito, no hay camino más transitado para tañer el triunfo social que el de convertirse en un personaje popular y alcanzar la notoriedad, que no la gloria. En resumidas cuentas, el secreto del triunfo pasa hoy por conseguir la fama a cada minuto, porque todo se testa, como quien toma la temperatura de un niño, para ver la evolución de la fiebre a cada minuto.
En estas me encontraba cavilando sobre Eróstrato y su afán de celebridad, cuando mi mujer encendió la televisión para devolverme a la realidad y con ella a la toma del Capitolio en los Estados Desunidos de América. Creí sinceramente que se trataba de una parodia televisiva del 'Intermedio', que el Wyoming las lía pardas últimamente. Luego, pensé también que aquello era una película de serie 'b'; de 13TV, cuando vi a aquel fulano con cuernos, envuelto en una piel de búfalo, liderando a una turbamulta de blancos, gordos y barbudos ataviados con todo tipo de iconografía patriótica. Mentiría si no les dijera que, no sé por qué, aquella irrupción me recordó a un 'deja vu'; pero con barretinas, allende el Ebro.
Lo cierto es que echaba de menos entre los asaltantes a aquel señor que llevaba un mapache en la cabeza, trampero por más señas y por nombre Daniel Boone, que hacía las delicias de mi familia durante los fines de semana, hipnotizados por aquel precioso televisor en blanco y negro, marca Vanguard. Aunque también es cierto que los héroes de Marvel estaban perfectamente representados en aquel desfile de figurantes en el Capitolio.
Un Capitán America destacaba particularmente por el brillo del escudo de hojalata con descochones rebarnizados. Mi esposa me hizo caer en la cuenta de que aquello era el canal 24 horas de TVE y que la retransmisión no era ficción televisiva, ni una alucinación de Alex de la Iglesia, sino la pura realidad en vivo y en directo. Y allí, delante de nuestros ojos, murió una señora en vivo y en directo de un tiro en la cara cuando trataba de asaltar unas dependencias del Capitolio trayéndome a la realidad de sopetón.
Esta vez no era Torra y su 'apreteu, apreteu' dirigido a los CDR, sino todo un presidente de los Estados Unidos tuiteando un 'a por ellos, oé'; y un 'jotake irabasi arte'; que aquello más parecían las consignas de un partido del Baskonia que un golpe de estado de inspiración presidencial en toda regla. Nada más típico en el cono sur americano que perder unas elecciones y no querer marcharse; pero quién coño podía dar crédito a un acontecimiento tan atípico y cañí en la mismísima cuna de la democracia occidental.
Y pensé en la gran diferencia y catadura moral entre aquel pastor de Éfeso que quería pasar a la historia y pagó con su vida para alcanzar la inmortalidad y el millonario que prefirió que pagaran con la suya los cuatro fanáticos a los que envió a dar la cara, porque él no tenía el cuerpo para garbeos vespertinos. Porque es cosa archisabida que habiendo quien dé la cara, siempre haya quien prefiera apartarla para que se la partan a otros.
No sé si juzgarán a Donald Trump del modo que lo hicieron a Eróstrato y prohibirán poner el nombre de Donald a ningún neonato para tratar de silenciar este ominoso crimen contra la libertad. Ni sé si ordenarán que al pato de Disney le troquen el nombre de hoy en adelante para evitar que jamás vuelva a pronunciarse el nombre del primer presidente americano que conspiró y jaleó a sus huestes para evitar que los votos prevalecieran sobre sus ínfulas fascistas, y que jaleó la toma del Capitolio como otros antes hicieran a lo largo de la historia con el cuartel Moncada, La Bastilla o el Palacio de Invierno.
Mientras todas estas cuitas se sucedían en Washingtón, nosotros padecíamos el ataque de la Filomena; que tampoco era cosa de tomarse a broma aquella borrasca con tan mala leche que a punto ha estado de congelarnos, con unos rigores invernales que ya ni recordábamos por estas latitudes.
Y cubierto con una mantita de cuadros ante el televisor, no podía por menos que imaginar qué haríamos si nuestro diputado general se atrincherara tras perder las elecciones negándose a abandonar la Casa Palacio, aunque seguramente lo tiraríamos por la ventana del primer piso –y no del segundo– para evitar daños calamitosos, cortes y demás abrasiones; y tirando del hilo, recordé aquella concentración en la plaza de España de apoyo a nuestro primer edil, tras la que se truncó la carrera supersónica del alcalde Maroto, facturado a Segovia 'forever' sin acuse de recibo. Aunque bien es cierto que no llegó a haber invasión del salón de plenos en sentido estricto.
Y me dije que no había ni comparación con este lío que había organizado el tarado de Trump. Y que no habría mejor condena que la que impuso el rey Artajerjes al pastor Eróstrato de no nombrar jamás a quien provocara tamaña desolación bajo pena capital. Que hasta la Estatua de la Libertad hubo de dejar su antorcha en el suelo para poder taparse los ojos con ambas manos, asolada como estaba por la vergüenza.
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