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Este año no cogí perretxikos en primavera, aunque esto no represente novedad alguna. Callado estaba dicho. Ni esta ni las anteriores. Más tarde, pasó la temporada de hongos sin haber encontrado un ejemplar realmente sano, de carnes sabrosas y consistentes. Los brotes fueron escasos y ... desganados.
La mayoría de níscalos que hallé poco después se saparon por efecto de un viento sur, empeñado en disecarlos hasta el acartonamiento. Las pardillas, en cambio, asomaron apenas el bombín para dejarse querer y no ser olvidadas hasta la próxima temporada. La lengua de vaca, por su parte, me fue esquiva como una novia platónica de adolescencia y apenas pude planchar una docena sobre un lecho de cebolla pochada y ponerle un par de huevos fritos encima, como acostumbro durante los inviernos, para disfrutar de su textura tan especialmente tersa y crujiente.
Cuando ya devolvía malhumorado la cesta al desván, temiéndome lo peor de esta temporada, hicieron su aparición las cantharellus para devolverme la fe en el futuro de la humanidad e iluminar el bosque y, con él, mi vida. Siempre que se cierra una puerta se abre una ventana, profetizan. Aunque a menudo las hojas se abran para invitar a que lo tiren a uno.
Cuando vi las cantharellus asomando por entre las agujas de pino que alfombraban el bosque sentí una emoción análoga sólo comparable a la que se siente al ver romperse el capullo de una camelia en pleno invierno, para alumbrar esa flor tan bella y tan efímera a la vez, en el entorno hostil de la estación más fría.
El pie entre amarillo y naranja de esta seta invernal es una lección de vida. Da un sabor intenso a guisos y pasta, a revueltos y demás antojos. Pero exige que te agaches para cogerla de una en una, que dobles tu espalda hasta el crujido, que te arrodilles y las adores mientras te arañas el dorso de las manos, atrincheradas como están entre las zarzas que dan resguardo al ansiado tesoro.
Hasta no hace tanto ignoraba todo sobre la micología y de este mundo tan interesante. Sigo siendo un mero aficionado, pero nunca le agradeceré suficiente a Antonio Mediavilla Villambiste que me llevara de zarramplín a Ixona en busca de pardillas y pieazules. Con él creció nuestro amor por el bosque, por los paseos, por las rutas de montaña. Una pasión que durará aún el tiempo que duren la firmeza y la fuerza de nuestras piernas.
Si alguna asignatura pendiente tengo que me roe por dentro es no haber encontrado nunca trompetas de la muerte. Sé que la única razón es que éstas no se prodigan por los lugares por los que huroneo, pero me da pereza cambiar de ecosistema e irme al valle de Cuartango donde dicen que abundan, por ejemplo.
Las disfruté en Donosti mientras tomábamos unos vinos, tras escuchar a otro parroquiano pedir una cazuelita de trompetillas. Pura envidia, no vayan a creer. También pura ambrosía en la boca. Negras como el carbón; como el negro intenso del asfalto recién calentado; como la tinta de un chipirón que huye de un peligro cierto.
He de reconocer que el día que encuentre un setal de trompetas negras seré un tipo feliz. Aunque como todo lo ansiado, disminuirá su valor inmediatamente después de obtenerlo. Hasta ese momento será un anhelo inconcluso y por tanto codiciado aún más, si cabe.
En verdad resulta irónico que esta seta que guarda luto permanente la denominen la trufa de los pobres. Y no porque yo sea pobre, que también, sino porque en mi opinión -discutible, como todas- la trufa está sobrevalorada. Los pijos compran hasta la pasta de dientes con sabor a trufa. No diré más. Por el contrario, yo prefiero unos espaguetis aderezados con cantharellus, sin duda. Y estoy seguro de que el comisario Salvo Montalbano comparte mi opinión.
Pero a lo que iba y por ir finalizando. En este cambio de año, deseo que estos buenos auspicios que me trajo el encuentro con aquella tropa de cantharellus iluminen este siglo que convalece, tan falto de luces y tan sobrado de inquietudes.
Новим роком! O lo que es lo mismo, Feliz Año Nuevo en ucraniano.
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