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Jorge Barbó
Lunes, 13 de noviembre 2017, 02:35
La carretera de curvas sinuosas se interna por una colcha de tonos parduzcos, ocres y verdes tejida a ganchillo de hayas, quejigos, abedules y álamos. Hasta allá arriba, donde el silencio todo lo cubre, hasta allá arriba llegaron este domingo miles de personas para tomar ... Campezo para hincarle el diente a la tradicional feria de San Martín. Coches por las cunetas, coches en las vaguadas, coches en cada rincón. Y de ellos, como bárbaros uniformados en gore-tex, empezó a salir un ejército de urbanitas. Sin la más mínima resistencia de los locales (más bien todo lo contrario), tomaron las calles del coqueto enclave montaraz con tanta bulliciosa voracidad que sólo les faltó gritar hasta desgañitarse: «¿Qué somos? Alaveses. ¿A qué hemos venido? A por talo-ta-lo. Au. Au. Au». Al saqueo de la despensa montañesa.
Es poner un pie en Santa Cruz de Campezo y el visitante tiquismiquis se convence de la necesidad de imperiosa de redefinir ciertos conceptos. El primero, el de ‘feria de productos típicos’. Porque los puestitos, sobre todo los que recibían al principio del pueblo, lucían atiborrados de productos de difícil encaje en la categoría artesanía local. Por allí se dejaban ver los típicos bolsos y bambas de imitación, los típicos ‘pikachus’ (¿todavía siguen de moda?) y las típicas batas de guatiné. Todo ‘very tipical alavés’, vamos. «Cada año esto se parece más a un bazar chino», lamentaba Jesús Mari Bueno, vecino de la zona, guardián de las viejas esencias y «defensor de lo nuestro, que para eso se supone que organizamos este tinglado», abundó el hombre.
No es que faltaran las mejores viandas del terruño en los surtidos puestitos -«más que otros años», «algunos menos que otras veces», depende de a quién se le preguntaba-. Rica alubia pinta alavesa, pastel vasco, suculentas chacinas, estupendas garrapiñadas (subía la glucosa sólo con verlas) y pollos lumagorri asados sedujeron al personal.
Bien visto, si uno se lo monta bien, deja la timidez a un lado y le echa un poco de rostro al asunto, puede salir bien comido de la feria. Los productores trataban de echarle el anzuelo al comprador despistado utilizando como cebo trocitos diminutos de queso Idiazabal, pedacitos de pantxineta, cachitos de chorizo, tostaditas de paté de caza... Y, alguno que otro, picó. «Hemos comprado queso ahumado y unas rosquillas», mostraba Enrique Arriaga. «Al final yo creo que son las mismas que encuentras en el súper, pero parece que como las has comprado aquí saben más ricas, más a pueblo», reflexionaba el hombre.
Entre tanta ‘delicatessen’ local, el talo, que cotizaba a cinco euros, fue el rey indiscutible. A eso del mediodía, cuando el hambre ya empezaba a arreciar, el habitual puesto del Goierri estaba de bote en bote. Y entre bocado y bocado, un ladrido. Una de las actividades con más tirón de todo el programa paralelo pergeñado para el sarao fue la exhibición de «doma canina», en la que habilidosos canes mostraron su pericia en carreras (canicross, lo llaman) y un circuito de agility.
Maravillada, la pequeña Ainara -«6 años y nueve meses», precisó, pizpireta ella- se preguntaba por qué diantres su Rufo, un orondo teckel con hechuras de pachón no era capaz de saltar así, con tanto garbo como los dóciles perros. «Aita, ¿y si le enseñamos?», preguntaba la cría. Pero Rufo no parecía muy de acuerdo con aquello y seguía a lo suyo, a salivar como su celebérrimo congénere ruso, frente a los talos de morcilla que se estaban zampando, a dos carrillos, Ibai y Markel, más pendientes de las pantallas de los móviles que de la competición canina al aire libre. Ay.
Los más pequeños disfrutaron casi tanto como sus padres fotográfiándoles con las cabras, ovejas, terneros, yeguas y lenchoncillos -monísimos ellos, oiga- que se expusieron ayer en esos corralitos diminutos, que recordaba un poco a aquella granja de Playmobil. De hecho, alucinados, los críos terminaron por confundir a los bichos con inertes juguetes: que si uno trataba de tirarle de rabo al cerdo, que si la otra trataba de pegarle un manotazo al corderito. Uf.
Al final, tanta algarabía, tanto grito, tanto «¡aitaaaaaaa quiero un cerdito!», terminaron por intimidar a las bestias. A los animales, a los de cuatro patas, vaya. Hechas un ovillo lanudo, las latxas de mirada bobalicona de Rebeca Conde se apretujaban, asustadas, en un rincón de su redil. «Son corderos de año y no están acostumbrados a tanto jaleo», se excusaba la joven pastora de Apellániz. Es que ni se atrevían a balar, las pobres.
«Esto cada vez va a menos», lamentaba por su parte Alfredo Fernández de Jáuregui, ganadero de Maeztu que trajo, un año más (van 28,) sus lustrosas yeguas. «Pero se te quitan las ganas de venir porque cada vez te piden más papeleo para traer a los animales. Yo sobre todo lo hago para que la gente vea que existimos, que trabajamos duro y para que comprendan que sólo mientras haya ganado habrá vida en la montaña».
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