El valor de lo cotidiano

La fuerza de la obra viene por la empoderada reivindicación de lo que ella es. Como un torbellino, la dramaturgia visibiliza lo invisible poniendo la lupa en la conciencia de clase mientras su denuncia se cose con un ácido hilo de humor. La nariz pintada de verde de la artista, a modo clown, hace un guiño a su manera de retratar la crítica social. Así, desde la carcajada, sus reflexiones ganan provocación y calan.

Su canto al barrio resulta también gozoso gracias a que el texto va de la mano de un trabajo corporal lleno de vigor y detalle. La intérprete tan pronto anda en una cinta de correr mientras analiza lo mundano del día a día, como trepa por una cuerda, infla una pelota gigante o lucha con un tubo de aire hinchable. Su locura escénica se combina con una colorida estética visual que invita al juego. Las secuencias de baile atrapan por su naturalidad y disfrute, y es precisamente esa forma de abrazar lo sencillo desde su autenticidad lo que más encandila.

La hilaridad y la crudeza se entremezclan constantemente creando un asilvestrado retrato de andar por casa en el que lo único que pesa es la falta de atención al campo sonoro. Algunos descuidos en los niveles de sonido y el descontrol de la voz en los gritos hacen que haya momentos que rechinen. Aún así, la pieza deja una huella que es salvaje, divertida y muy original.