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Un cementerio también tiene vida, aunque acoja a los muertos y les garantice un lugar en paz donde descansar eternamente. Ahora que la desescalada ha autorizado la reapertura de sus portones tras dos meses de cerrojo, la soledad y el silencio que los envuelven ... son más llevaderos, menos dolorosos, con el sentido trasiego de personas entre sepulturas, arbustos y calles con nombre como si fuera una ciudad.
Los camposantos vitorianos de El Salvador y Santa Isabel reabrieron el lunes. Desde primera hora, tanto uno como el otro, recibieron ataudes para su inhumación ya sí acompañados de un cortejo mayor de familiares y allegados y se permiten igualmente las visitas de particulares a panteones y nichos. Durante el estado de alarma solo se habían autorizado entierros con un máximo de tres personas en el sepelio entre estrictas medidas de prevención. En cambio, en ese tiempo nadie ha podido acercarse a una tumba a limpiarla o recordar a quien en ella reposa por estar prohibido el acceso a tal fin.
Ahora ya son quince las personas que pueden seguir y dar el último adiós a un difunto con el mismo rigor que hasta ahora. «Es un alivio para familia, amistades y allegados», asegura Marcos Rad, el capellán de los cementerios de Vitoria, que ha asistido durante la pandemia a decenas de escenas sobrecogedoras, de dolor sin consuelo, entre el distanciamiento social exigido, esos dos metros más inhumanos si cabe en un trance como el último; las mascarillas en el rostro y los guantes en las manos. Y sin abrazos ni saludos ni apretones de mano, pero con el lloro contenido por el riesgo de contagio del virus.
Entre el lunes y ayer han sido «dieciséis» las inhumaciones realizadas en El Salvador y Santa Isabel –en este último cada vez se entierra menos–. «¡Y el 'trabajo' –entre comillas, remarca el oficiante– que aún queda, muchísimas cenizas en los tanatorios, muchísimas por inhumar!», desvela Rad. El capellán se siente «como un agente social» porque le sigue tocando recordar las medidas que han de respetarse durante las exequias, las mismas que en plena voracidad de la pandemia.
El exjesuita, laico facultado por el obispo Juan Carlos Elizalde para bendecir y despedir al fallecido antes de reposar bajo tierra, desaprueba, no obstante, la nueva y ampliada limitación de asistentes decretada por las autoridades. De alguna manera se rebela. Aprecia «una contradicción» que no termina de entender, aunque, como dice, sus razones habrá. «Es un detalle abrir la manga a 15 personas, pero es insignificante, escaso. ¿Cuántas hay en la calle, juntas, tomando cerveza y aceitunas?», cuestiona a modo de denuncia. También él ha visto imágenes del desconfinamiento que le dejan perplejo. Siente que «no se empatiza con las víctimas», a las que se han tratado «como un número, 40 por ejemplo, como si se hubiera caído un avión. Pero caía uno cada día».
Ha compartido tanto sufrimiento, incalculable en número, decenas y decenas sepulturas, y sentimientos. «Esos hijos que se rifaron quién entraba al cementerio. Se notaba mucho coraje, lágrimas profundas, sensación de no estar a la altura de la despedida». O la hija que dio un paso al frente en plena oración y se preguntó frente al féretro: «¿Ya será mi madre?». «Me salió del alma. Le dije: 'Mire, con esa misma pregunta no sabe bien la cantidad de gente que se vuelve a casa'».
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