Desde las ruinas de la Nueva Catedral
El sfumato ·
El templo vitoriano, bajo la advocación de María Inmaculada, conmemora el 50 aniversario de su consagración con un programa de actos populares y religiososSecciones
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El templo vitoriano, bajo la advocación de María Inmaculada, conmemora el 50 aniversario de su consagración con un programa de actos populares y religiososYuyu, yuyu!' gritaban desaforadamente los porteadores indígenas cuando avistaban el territorio desconocido y por lo tanto misterioso en las avanzadillas de las expediciones preferentemente británicas por el continente negro. Así en las películas de Tarzán para no adentrarnos en más espesuras. Durante 32 años, desde ... 1914 hasta 1946, las obras inacabadas de la Nueva Catedral de Vitoria nunca alcanzaron tal nivel de paroxismo colectivo, no existían miedos ni supersticiones de gran calado, pero todo aquel perímetro quedó completamente vallado y arrinconado, apartado, de la civilización urbana. Nadie se atrevía a penetrar en su interior.
Se presentaba el entorno como territorio comanche, inhóspito y algo lejano a la par que distante a pesar de su proximidad. Ni siquiera apetecía (re)descubrirlo. Quedaba únicamente como solitario centinela, desde su prominente puesto de vigía, una enorme grúa que tardó tiempo en ser retirada, casi sonando ya el himno de Riego con los albores de la República. Aquella treintena abandonada de años tampoco fue especialmente boyante en la construcción vitoriana con una población estancada y languidecida desde principios de siglo. Un duermevela constante, monótono y muy prolongado.
Maleza, humedades, musgo, abandono, tristeza y fracaso. Piedras y ruinas; unas ruinas que no aportaban ni revelaban ningún vestigio del pasado, no eran testimonio de un pretérito glorioso. Nada digno para recordar como forma de conocimiento y erudición, por lo tanto de aprendizaje y sabiduría. No había nada de pintoresco en ellas, o sea, propio de admiración a la 'maniera' del Renacimiento, del Neoclasicismo o del Romanticismo ya con los espíritus mucho más inflamados hacia los restos de arquitecturas y los vestigios de edificios abandonados o arruinados. Nada de eso acontecía en el ánimo de los habitantes de la principal capital de la Diócesis vascongada hasta 1950.
No había atisbo o aprecio de modernidad estética en aquellas ruinas, ningún simbolismo artístico que implorar. Más bien lo contrario. Si aquel amasijo de piedras, de cimientos en puridad -con la excepción de la cripta, que se terminó eficientemente durante la primera etapa constructiva del edificio-, representaba algún valor era precisamente el de la derrota, el de la rendición. Una ignominia que aludía a la soberbia de aquellas gentes que intentaron levantar una catedral de nuevo cuño en pocos años y con muchas ínfulas. Para que rivalizase prontamente con otras grandes construcciones catedralicias a mayor gloria de la curia vasca. Con el diseño de unas torres superlativas y exageradas con otras pretendidas funciones de mucha prosopopeya y boato. El batacazo, como sabemos, resultó episcopalmente morrocotudo.
Presupuestos agotados, inversiones que no retornaban, problemas de abastecimiento y de suministro, gasto excesivo en cantería con cambios caprichosos y muy difícilmente justificables en la adquisición de material pétreo que nada debían a la dirección técnica de las obras, más bien a la aristocracia eclesiástica, motivaron al trantrán retrasos y lentitudes de manera inexorable hasta el quebranto cuasi-definitivo de los trabajos. Se sucedieron incluso huelgas obreras como hasta entonces nunca conocidas en la ciudad que avivaron graves descontentos sociales. Se alumbraba también la Gran Guerra como trama de fondo en el continente europeo.
Y, para más inri, afloraron anecdóticamente, pero con diligente aprovechamiento, a los ojos actuales, las 'fake news', consiguiendo una de ellas desmesurada aceptación popular. Se decía que caudalosas y muy peligrosas corrientes subterráneas discurrían por el lugar impidiendo el asentamiento de cualquier tipo de construcción con una garantía de éxito. El bulo, anegado en su propio infundio, consiguió no obstante tanto nivel de profundidad que permitió evangelizar en aquella fe de la mentira a muchos parroquianos fieles y confiados. Y a santiguarse.
De aquellas sombras alargadísimas también a la luz de la luna, de aquellos años oscuros, que alimentó además el imaginario de los vitorianos más románticos, igualmente de los más traviesos, que los había en grado sumo, emergió como ave fénix un segundo y afortunado período constructivo. Con un corolario en forma de consagración religiosa de la Nueva Catedral de María Inmaculada que conmemoramos ahora en esta fecha de 24 de septiembre, cumpliéndose el cincuentenario de aquel acto canónico.
Las ruinas desaparecieron tiempo ha del recuerdo colectivo; perviven las láminas fotográficas con su hipnótico esplendor memorialístico, se sepultaron definitivamente las obsesiones grandilocuentes de origen para sublimar ahora los más beatíficos un espacio religioso que es o va camino de su funcionalidad más racional; con los tesoros tan afortunados de su Museo Diocesano abierto a sensibilidades varias. Ya es la normalización ciudadana apegada a la realidad misma, a ras de suelo, y sin tantas ceremonias celestiales ni bajo palio como antaño.
El Obispado de Vitoria se encuentra en plenos preparativos del programa de actos populares y religiosos que servirán para conmemorar el 50 aniversario de la consagración de la Catedral Nueva. El 8 de diciembre, fiesta de María Inmaculada, bajo cuya advocación se construyó el templo, culminará el año jubilar mariano y se cerrará la puerta santa que han franqueado cientos de fieles a lo a lo largo del año para ganar el jubileo.
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