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silvia osorio | maría rego
Domingo, 5 de abril 2020, 02:27
El coste más terrible de la pandemia será, sin duda, la pérdida de vidas humanas. Un número ingente de fallecidos, que a buen seguro no aparecía en los pronósticos iniciales de los más catastrofistas y que ha sumido en la más profunda de las tristezas a miles de familias.
La crisis sanitaria que ha provocado el coronavirus y que la sociedad aún está asimilando es de una máxima gravedad. Pero en la batalla también hay que mirar al horizonte con esperanza, a esos pacientes a los que el virus ha atizado, a unos con más contundencia que otros, que están logrando salir adelante sin ningún rasguño. Y, por fortuna, son la gran mayoría.
Los datos del Gobierno vasco así lo avalan. Ya son varias semanas con un crecimiento de la cifra de personas sanadas, a quienes la prueba ya les ha dado negativo y, por tanto, no tienen capacidad de transmitir la enfermedad. El gran reto.
Según el parte de ayer hay 434 pacientes recuperados totalmente en Euskadi. Otros 222 recibieron el alta y ya son 2.664 desde que se inició la crisis. Pueden cantar victoria porque del virus se sale. Lo saben bien Nieves Gómez y su hija June; José Julio Robles y Felipe Izarra, ambos médicos jubilados; Mertxe Díaz de Guereñu, enfermera de Txagorritxu; el profesor universitario Francisco Javier Hervás; el nonagenario Luciano Cuesta y los jóvenes Eder Novo e Irune Martín. Son un ejemplo. Han dado una lección de valentía, de arrojo, de vida.
Ellos han participado con gran entusiasmo en este reportaje para relatar su experiencia y lanzar un mensaje de ánimo a todas las personas que aún están en plena lucha. Una pelea que están seguros de que acabará con el mejor de los desenlaces pues, tal y como coinciden, el coronavirus no es un enemigo invencible. «¡Se puede superar!».
José Ramón Gastesi Vitoria, 56 años
Una tos que «cada día va a menos» es el recuerdo que el coronavirus ha dejado a José Ramón Gastesi. Atrás quedan las jornadas con el cuerpo agotado, la fiebre disparada hasta 39 grados, el dolor de pecho y las ganas «de nada». «La primera semana fue horrible, no me podía ni mover, que no digan que esto es como una gripe porque no lo es», advierte con el alta en la mano. Se la dieron la pasada semana y el miércoles ya se vistió el uniforme para regresar a su puesto de ertzaina en Vitoria.
Allí, y con el «impresionante» recibimiento que le regalaron sus compañeros, a sus 56 años se siente «un privilegiado». «Con todo lo que se oye y se ve te das cuenta de que tú has salido adelante, y te tomas el día a día con otra ilusión», admite tras tres décadas y media en el cuerpo y «momentos muy complicados» en la calle. Nunca se las había visto, sin embargo, con un virus, que le asaltó en el hospital Txagorritxu cuando ejercía en el ala penitenciaria.
Un par de días después del primer positivo en uno de los epicentros de la crisis sanitaria en Euskadi comenzó con fiebre alta aunque para entonces ya andaba «un poco mosca». «Ya se veía a los sanitarios con esos trajes y se hablaba de contagios en el hospital», comenta. El día 5 de marzo, jueves, le confirmaron que él era uno de ellos, el primer ertzaina en caer. Su mujer siguió sus pasos. Ninguno de los dos tuvo que ser ingresado y siguieron el tratamiento médico en casa, a base de paracetamol y mucho contacto telefónico. También al otro lado del auricular, dice, quienes se enfundan la bata blanca «lo dan todo».
Ahora es él quien ofrece, como antes del mes de parón por culpa del Covid-19, ese servicio público, su «disposición» a los ciudadanos. «Trabajar, la sensación de que vuelves a ser útil te da ánimos, tienes otra vez ganas de vivir», afirma.
Nieves y June Gómez. Getxo, 50 y 20 años
Nieves Gómez y su hija June son unas «privilegiadas». «Hemos podido abrazarnos. ¡Y eso es mucho!». Han padecido coronavirus a la vez y eso les ha permitido poder tener contacto físico en el aislamiento domiciliario. Eso sí, los primeros quince días, separadas. Una distancia que no fue fácil de sobrellevar.
«El día que yo salía de urgencias a June le ingresaron en Urduliz. Fue devastador». Esta vecina de Romo ha pasado por uno de los peores episodios de su vida. «He necesitado ayuda psicológica». Y eso que esta socióloga, de 50 años, sufrió cáncer de mama. «Sé lo que es luchar contra las adversidades, pero esto me ha creado una angustia vital tremenda. Ha sido peor a nivel moral».
Nieves se desplazó a Vitoria por trabajo. Cree que se contagió en un bar. «Me dieron una llave para ir al baño. Nunca me ha gustado». Dio positivo, pero ha estado en casa. «Echa un trapo», afirma la mujer, que confiesa que muchas noches ha tenido que dormir «con luz por miedo».
A June, de 20 años, empezó a dolerle el vientre. A través de una ecografía, le detectaron una neumonía leve. Le asustó ver que el problema se agravaba y más personas ingresaban por el mismo motivo. «El personal no daba abasto», pero no se olvida del trato recibido. «Una enfermera me trajo un dibujo de su hija para mí. Se me escapó la lagrimilla».
La batalla les ha hecho ser más fuertes. Ya han pasado página y aseguran que si algo se llevan de esta experiencia es la solidaridad que han visto en las personas. «Mis amigas y familiares me han llevado la comida incluso a la puerta de casa», relata Nieves. Visibilizar los futuros encuentros con sus seres queridos le ha ayudado a llevar mejor esta situación, que no ha sido nada fácil. «Con una pizca de buen humor», como apunta June, «se puede superar».
Felipe Izarra. Bilbao, 80 años
Uno no sabe lo fuerte que es hasta que no le toca serlo. A sus 80 años, Felipe Izarra ha demostrado con creces que lo es. Este médico retirado de Bilbao ha logrado librar la batalla al Covid-19, que le ha golpeado con especial virulencia. No ha llegado a precisar respirador, pero la neumonía doble que le obligó a ingresar en Basurto le ha causado algún susto.
Ya lleva unos días en su casa de Indautxu, y aunque está aún «hecho una birria», tal y como confiesa con una ligera vocecilla, no piensa en otra cosa que en recuperarse al cien por cien y «subir cuanto antes al Gorbea». «Estuve en la cima 20 días antes de todo esto».
Es un amante de la naturaleza y de la calle. «Me gusta pasear, estar al aire libre... Tengo muchas ganas de hacerlo», subraya. Todavía está «algo flojito», pero mira la vida con optimismo. Esa actitud es la que, a su juicio, le ha ayudado a vencer al virus. Por eso, manda un mensaje de ánimo a todas las personas que continúan afectadas para que sepan que con «buen humor» se puede salir adelante. «Es verdad que cuesta, pero salimos», insiste.
Volver al hogar –donde su esposa Mariló le cuida como un rey– tras recibir el alta le llenó de alegría. Pero los pequeños logros conseguidos en el hospital fueron celebrados como grandiosas victorias en una lucha que no ha sido fácil.
El coronavirus hizo acto de presencia con unas décimas. Nada importante. Pero el doctor Izarra comenzó a perder fuerza física y su familia se preocupó. «Tenía los pulmones muy afectados», afirma. Ha perdido 9 kilos. «Estaba tan cansado y tenía tanta inapetencia que pensar en desayunar era un drama».
Después de doce días en el hospital y como el médico que siempre llevará dentro, considera que los profesionales que le han atendido en el Pabellón Revilla han sido «extraordinarios». «Unos valientes», zanja.
Luciano Cuesta. Vitoria, 91 años
Cuando Luciano Cuesta regresó el pasado lunes a casa no se anduvo con rodeos. «Dame de comer», le soltó a su esposa Eulalia nada más cruzar la puerta. La estancia de un par de semanas en el hospital Santiago de Vitoria a base de purés y caldos por culpa del coronavirus había desatado el apetito de este hombre de 91 años y batería para rato. «Antes no parábamos, hasta las nueve de la noche o así no volvíamos de la calle», retrata su mujer.
El confinamiento acabó con su vida social, partida con los amigos incluida, pero eso ha sido casi lo de menos. El verdadero «disgusto» llegó unos días antes de la festividad de San José. «Era por la tarde, se acababa de comer un yogur, se sentó y empezó a decir que le faltaba el aire, que se ahogaba», recuerda Eulalia, que ayuda a Luciano, con el oído un poco tocado, a comunicarse. En unos minutos tenían una ambulancia debajo de su piso de Zaramaga y los sanitarios ponían rumbo al hospital tras comprobar la fiebre del hombre. 37,3 grados, otro maldito síntoma.
Su hijo, Fernando, admite que cuando le telefoneó su madre para contarle lo que pasaba pensó que se trataba de «una crisis de ansiedad, angustia» por no poder pisar la calle. Pero en un par de días les confirmaron que la prueba del Covid-19 había dado positivo. «Te llevas un susto... Y no puedes estar con él. Yo le vi marchar de casa y hasta que le dieron el alta no le volví a ver», dice Eulalia, un año mayor que su esposo. Ella ha superado el trance sin contagiarse.
A Luciano le costó abandonar el hospital porque al coronavirus se le sumó una infección de orina y ahora, ya en casa, no ve el momento de recuperar la rutina. Las horas transcurren entre charlas, algún paseíto por el piso y la televisión. «Hay que subir la moral. La gente debe animarse porque de esta se sale y mi marido es un ejemplo».
Eder Novo. Barakaldo, 22 años
Nunca un madrugón fue tan bienvenido. A Eder Novo le despertaron a las tres y media de la madrugada. Era para volver, por fin, a casa. «Me dijeron que había quedado una ambulancia libre», explica este baracaldés de 22 años, que ya está libre del virus tras pasarse diez días en el hospital de San Eloy.
«¡Se puede superar!», arenga desde su domicilio de Retuerto, en donde ha estado otros 15 días confinado en su cuarto. «Mis hermanos me hablaban desde la puerta». El primer fin de semana de marzo fue de viaje a Madrid. Sospecha que pudo infectarse allí, ya que al volver comenzó a tener fiebre y dolor de cabeza. «Lo achaqué a la tensión de una oposición que tenía en Burgos», explica este auxiliar de seguridad. Fue a peor. Más fiebre. Al día siguiente se presentó en la consulta de su médico. «¡Me echó la bronca, me dijo: '¡Cómo te vienes aquí!'».
Pero, por sus síntomas, no parecía grave y le recomendó guardar cuarentena. Tres días después tuvo que ir a Urgencias, donde ya le vieron una manchita en un pulmón. «No me encontraba tan mal como para ingresar, fui porque quería saber si lo tenía. Vivo con un niño de 3 años que tiene asma». La estancia en el hospital «no fue agradable» y, además, no le pintaron un panorama bonito: «Me dijeron que me preparara para estar 15 días. ¡Vaya desesperación!». Sin embargo, el personal se encargó de que el muchacho no se viniera abajo. «Una enfermera me trajo una tarjeta para ver la tele. Un detalle y eso que estaban desbordados».
Ahora ya puede cambiar de canal desde su mando de casa. Recuerda los días vividos y asegura que lo más duro fue perder el gusto. «El agua me sabía fatal, como a hierro». Aún tiene secuelas, ya que los retrovirales contra el VIH que le suministraron le han provocado diarrea. «He bajado unos diez kilos, que todo sea eso».
Mertxe Díaz de Guereñu. Alegría, 47 años
Un cruasán. Así de sencillo y sabroso era el antojo que perseguía a Mertxe Díaz de Guereñu en sus últimos días en el hospital Txagorritxu y que su familia cumplió en el primer desayuno que devoró en casa tras recibir el alta. «Tenía tantas ganas, como de darme una ducha y notar el agua por el cuerpo, eso también es un manjar», cuenta desde su casa de Alegría después de tres semanas hospitalizada, una de ellas en la UCI, por el dichoso coronavirus.
Mertxe conocía bien «la rutina de un hospital donde la gente está enferma» pues trabaja como enfermera en la planta de cardiología de Txagorritxu. Allí hizo su último turno el mismo día que se detectó el primer positivo en Euskadi y allí regreso «corriendo» la semana siguiente con problemas respiratorios. «Me notaba muy cansada, al principio no me impedía hacer vida normal, pero llegó un momento en que no podía ir ni del salón al baño», explica esta sanitaria de 47 años con asma en su historial.
Hasta entonces sólo había pisado el hospital como ingresada para los partos de sus dos hijos, Ander y Naiara, y la durísima estancia por culpa del Covid-19, admite, «ha sido la peor situación de mi vida». «Ahora sólo pienso en recuperarme, no me pongo fechas, pero cuando acabe todo quiero reunir a la familia», se propone aislada en una habitación de su casa. Nada que ver con esa cama en Txagorritxu con sólo un reloj para intentar no perder la noción del tiempo y una visita diaria de una hora y a distancia.
Ella ya conocía la labor de sus compañeros sanitarios pero en esta pelea contra el virus ha comprobado que resisten «al pie del cañón». «Lo están dando todo por los pacientes», asegura al otro lado del móvil que le salvó de la soledad durante el ingreso a base de videollamadas. «Si esto nos pilla hace veinte años, no sé qué habríamos hecho».
Irune Martín. Leioa, 33 años
Pasar la enfermedad en casa tampoco es tarea fácil. Irune Martín ha sufrido síntomas leves, pero tras dar positivo por coronavirus tuvo que recluirse forzosamente en una habitación de su casa durante 15 días, siguiendo las indicaciones médicas y las medidas de protección a rajatabla para no contagiar a su marido y a su pequeño Aritz, de 18 meses.
El patógeno de Wuhan le apeó durante un tiempo de su bien más preciado y eso le provocó «una gran angustia». «Lo más duro ha sido no poder oler ni abrazar a mi bebé. Le oía que me llamaba y yo no podía ir... Eso ha sido lo peor», explica esta comercial de hoteles de 33 años, que reside en Leioa.
Ya está libre del virus y puede hacer vida normal de persona confinada en su domicilio, por lo que dar la comida a su retoño o simplemente jugar con él en el suelo del salón ha sido un bálsamo que anhelaba con todas sus fuerzas. «He tenido miedo de contagiarles. Con mi marido hablábamos por el móvil estando en la misma casa», comenta a la vez que confiesa que ha sido «bastante agobiante» pasarse dos semanas encerrada en su habitación.
Irune empezó a tener mal cuerpo el mismo día en el que Pedro Sánchez decretó el estado de alerta. «Una compañera de trabajo había tenido fiebre y neumonía y se quedó ingresada en Cruces. Yo ya me olía que nos podía haber contagiado», explica. Tenía unas décimas y tiró para Urgencias, donde le hicieron una placa, pero los pulmones estaban totalmente limpios, sin rastro del virus. A casa con paracetamol.
«Me han hecho seguimiento telefónico. Perdí el gusto y el olfato, pero para mí, el resto ha sido como pasar una gripe. Sé que hay situaciones más complicadas, pero por suerte en la mayoría de casos se supera», afirma.
José Julio Robles. Urduliz, 65 años
José Julio Robles ha sido médico y, por eso, es «algo 'segurolas'». Antes de que el virus se desbocara en Euskadi, ya había tomado sus precauciones. «Mi sentido común me hizo recluirme días antes», cuenta este bilbaíno y vecino de Urduliz, de 65 años.
Sin embargo, se autoconvencía de que la tos era un simple catarro y que su fatiga se debía a un enfisema pulmonar que padece. Hasta que un dolor de garganta le hizo recapacitar. «No por el dolor. Me eché Vicks VapoRub, que desprende un olor muy fuerte, ¡y no lo notaba!». Las excusas quedaron hechas añicos y tiró para Urgencias.
También sufre problemas coronarios, por lo que, aunque la placa salió bien, los médicos optaron por ingresarle en el Hospital Quirónsalud Bizkaia, en Leioa. La hidroxicloroquina –pastilla para la malaria– le hizo pronto efecto. Empezó a recuperar el apetito. «La sensación de tener hambre y degustar la comida me dio bastante optimismo». Aunque admite que la enfermedad es muy «variable y puede ocasionar muchas complicaciones», el doctor Robles es un hombre positivo y nunca perdió la fe en que pronto estaría de vuelta en su hogar. La confianza en uno mismo es clave en este proceso. «Cuando crees que tienes que tirar la toalla, lo cierto es que el cuerpo aún tiene mucha marcha. El organismo va a luchar por ti, responde en la situaciones más desesperantes», arguye.
Su moral también se mantuvo alta por el trato y el contacto continuo con el personal sanitario. «Estar delante de una persona que tiene el virus y te puede matar, no es ninguna tontería. Son valientes y no pierden las ganas de animarte». Ya tiene el alta definitiva, pero como precavido que es, se quedará unos días aislado. Y después, le gustaría aportar su experiencia. «Me voy a poner a disposición del Colegio de Médicos para que puedan llamarme y ayudar».
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
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