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'Robinson Crusoe' es sin duda una de las mejores novelas de habla inglesa. Data de 1719 y está escrita por Daniel Defoe. En varias ... ocasiones ha sido trasladada al cine con gran éxito. Se basa en las peripecias de varios naúfragos, entre ellos el español Pedro Serrano durante los años de exploración y conquista de América por los europeos. Pero esa lucha del hombre por la supervivencia en terreno hostil es pura ficción. Dafoe se lo inventa todo.
Lo que si fue realidad es la aventura de un chico de 13 años, llamado Pedro Gobeo de Vitoria, que pudo narrar en una autobiografía titulada 'Naufragio y peregrinación' (Crítica, de Planeta, 2023) sus penurias junto a varios compañeros en su peligroso viaje por la costa a pie durante 30 días hasta llegar a Perú, además de las tormentas atlánticas y un combate naval con piratas escoceses. Es un relato impresionante, una manera de contar formidable, a la altura de los grandes escritores clásicos, de lo que significó la aventura y la empresa española en América: buscaban la gloria y el oro pero se encontraron con todo tipo de obstáculos: el clima ecuatorial, las enfermedades nuevas, las marchas a pie por las selvas, los ataques de los aborígenes, o la presencia de piratas. Como señala el profesor Luis Gorrochategui, que ha prologado el libro, «hay muchas maneras de acercarse a la historia, pero estamos ante una fuente primaria, sin intermediarios». Es un viaje al siglo XVI relatado en un relato que, además, ha estado desaparecido durante cuatro siglos. Y, por esos milagros que surgen en las bibliotecas antiguas, concretamente la de la Universidad de Mannheim (Alemania), ahora podemos disfrutar.
A pesar de la resonancia de sus apellidos alaveses, Pedro nació en Sevilla, de padre burgalés y madre sevillana. Pero, como en el caso de personajes más conocidos como el dominico Francisco de Vitoria, padre del derecho internacional, su ascendencia es alavesa. En aquella época el toponímico marcaba sin duda tus orígenes. El descubrimiento de América y antes la reconquista fueron factores determinantes para que muchos vascos y alaveses emigraran hacia el sur en busca de oportunidades, como el propio héroe cuenta en este singular libro, escrito con una prosa soberbia.
«Anhelaba salir de mi patria, aun antes de conocerla bien, pareciéndome que un hombre no ha de vivir encerrado entre las paredes de su casa y en un rincón de la Tierra sin verla toda», apunta Pedro en el capítulo primero. «Bullía dentro de mi pecho lo mucho que en otros reinos debía de haber, el deleite y el gusto que la variedad de las cosas engendra: ¡Cuánto ayuda a uno haber probado de todo para saberse manejar!», prosigue explicando las razones de su impulso a irse a América ¡¡¡con 13 años!!!, naturalmente con el gran disgusto de su madre.
El 27 de septiembre de 1593, Pedro Gobeo sale de Sevilla en barco y toma una galera en Sanlúcar de Barrameda con rumbo a Tierra Firme (así se denominaba el continente americano entonces). Su idea es llegar a Perú, un país envuelto en las leyendas del enriquecimiento rápido. El capitán de la nave es su tío Lorenzo de Roa, que lo va a proteger.
Pero el viaje se tuerce desde el principio y se revela la difícil empresa que es navegar hasta el Nuevo Mundo. Tras una terrible tempestad nada más comenzar la travesía, descrita con una maestría soberbia, una escala en Canarias, y 30 días por el océano Atlántico llegan a Martinica y luego a Margarita. Allí el gobernador de la isla, Juan Sarmiento de Villandrando, pide ayuda a los recién llegados para enfrentarse a un pirata escocés, John Burgh, que andaba merodeando la zona en busca de tesoros. La arenga de la máxima autoridad de la expedición, Pedro de Acuña, que acababa de ser nombrado gobernador de Cartagena de Indias, es memorable. Tiene frases como «persuadíos que más vale una muerte temporal honrosa que una vida larga y afrentosa, que harto vive quien por morir como debe alcanza nombre inmortal».
La descripción de la batalla, en la que como en Lepanto, los españoles participan con los galeotes de la galera, es otra joya literaria. «Entre otras piezas que los enemigos a esta sazón dispararon fue una tan a dicha suya y desgracia nuestra que con el tiro hirieron a muchos y murieron seis o siete, que fue uno de ellos el hijo del corregidor de la Mariquita», que tenía los años de Pedro y que también tenía apellido alavés, pues su padre era Francisco de Álava.
Después de tres horas de combate, el corsario pudo huir dejando muchas bajas españolas: 23 muertos. Entre ellos, el citado hijo de Álava, el gobernador Sarmiento de Villandrando y el general Luis Lope de Andrada.
Tras un tiempo en Santa Marta y Cartagena (dos meses), nuestro intrépido viajero se fue a la ciudad de Nombre de Dios (puerto atlántico) y de allí a Panamá (Pacífico). Su idea era salir corriendo hacia Perú, pero tuvo que esperar seis meses, «porque el mar del Sur no se navega como el del Norte, cuando uno quiere sino cuando a uno le dejan». Además enfermó con «calenturas mortales», hasta el punto de recibir la extremaunción.
El 24 de abril de 1594 embarca rumbo a Perú por fin en un barco que llama 'navichuelo' por el escaso aparejo que lleva para tantos pasajeros: 125. Falta comida y agua y la embarcación apenas avanza, así que la marinería pide volver. Pero el piloto asegura que hay exceso de gente en el barco y que si se bajan a tierra unos cuantos, iría mejor a todos. Pedro y un familiar, Hernando de Pedrosa, son dos de los 41 viajeros que abandonan la nave cerca de una playa para emprender la marcha hacia el puerto de Manta (Ecuador). El piloto les había mentido puesto que les dijo que no había más de 12 leguas hasta el destino, unos 58 kilómetros. Ni siquiera bajaron víveres del barco y se pusieron a caminar hacia el Sur. En realidad había 800 kilómetros hasta Manta pasando por la Costa Esmeraldas.
Aunque encontraban manantiales y arroyos, no había nada que echarse a la boca y el sol quemaba la arena de las playas. «Así caminamos seis o siete días muertos de hambre, apurados de cansancio y bien tristes, porque no encontrábamos los maizales y plátanos que había fingido el piloto, ni descubríamos rastros de pueblo, y teníamos andadas más de veinte leguas (casi 100 kilómetros)». Uno de los peregrinos se ahogó al vadear un río y comenzó la preocupación ampliada por un envenenamiento masivo al comer unas habas.
Con los restos de un barco naufragado hicieron una fogata para anunciar que querían ser recogidos por el barco, que navegaba a la par y aunque se vio desde la nave, no fueron a recoger a los caminantes, lo que les llenó de tristeza e indignación. El camino se hace cada día más duro y la gente empieza a morir. «Habían ya pasado algunos días de camino, llenos todos de miseria , hambre y muerte…De los compañeros faltaban muchos, muertos todos: unos de sed, ahogados otros y algunos de solo cansancio y flaqueza, y con tanta falta de consuelo que si alguno no podía proseguir con los demás, arrimado a un árbol o peña, después de confesado se quedaba aguardando la muerte, porque a detenernos con él todos pereceríamos».
La belleza de las playas y los paisajes se truecan en peligro de muerte constante. La pleamar y las tormentas repentinas los cubren de agua. Van desnudos, solamente con unos calzoncillos de lienzo puesto que la ropa cundo se mojaba pesaba y decidieron abandonarla. Y descalzos, porque el calzado se había consumido en los primeros días. La muerte de los compañeros, alguno de tan solo 17 años, deja una profunda tristeza en Pedro. El camino se hace muy duro. La aparición de cangrejos, que comen crudos, o de algún árbol de fruta dulce les da esperanzas. «Íbamos por entre árboles, tan juntos y encadenados unos con otros que apenas era posible abrirse paso. El suelo empapado, ciénagas y despeñaderos lo hacían peor. Este día y el siguiente fuimos abriendo el bosque a fuerza de brazos para poder pasar. Era nuestra comida raíces de árboles y algunos cardones. Su mucha humedad nos servía de bebida».
Nuestro héroe se cae por unos peñascos o se clava una espina del tamaño de una pluma de escribir. El agua de mar cura las heridas. Las desdichas prosiguen. El grupo se ha reducido a veinte. Nueve de ellos cayeron en manos de unos indios capitaneados, curiosamente, por un náufrago de origen esclavo natural de Cabo Verde, que les ayudó y les dio comida, aunque solo la mitad llegó a su destino.
El clérigo, que acompañaba la expedición, con sus oraciones y palabras de consuelo e incluso con su buen humor parecía aliviar la dura travesía, en la que no faltaban las lluvias torrenciales permanentes, el calor asfixiante, el frío de la noche, la humedad, las hormigas o los mosquitos.
Tropiezan con cuatro indios peruanos, pescadores de Arica, que habían sido hecho prisioneros por el pirata inglés Richard Hawkins y que se habían escapado durante una escala en la costa en busca de agua y leña. Este mismo año, el corsario fue derrotado muy cerca del lugar por una armada española encabezada por el jovencísimo capitán Beltrán de Castro.
La descripción es exhaustiva cuando se trata de contar los trucos para sobrevivir como echar agua de pozo turbia y salobre a un paño para filtrarla, aunque se acabara chupando el lodo para refrigerar los labios; o comer los pájaros muertos y podridos que había en las playas; o incluso culebras.
Las dificultades se agigantan cuando toca la hora de vadear tres grandes ríos en la zona de los Cojomíes, para lo que tienen que construir una balsa, que va a desaparecer entre las aguas con algunos expedicionarios dentro. La situación se hace tan desesperada que Pedro Gobeo cava su propia tumba, dispuesto y preparado para morir. «Estaba tan desfallecido que era forzoso pararme por momentos, ayudándome también el excesivo cansancio del camino, haber ayunado tres días seguidos, estar flaquísimo, consumido y deshecho, con sola la armazón de los huesos, y, por decirlo en una palabra, muerto en vida».
Una voz amiga lo rescata de lo que iba a ser su último suspiro. Llega la mañana y la agonía no cesa. Las horas pasan lentas hasta que oye una voz que lo llama de lejos. Es el sacerdote.
—Pedro —le dice—, no es razón que muramos como salvajes, sin saber unos de otros, sino juntos. Ven a la playa con los demás.
No sin reticencias, el muerto en vida se levanta de su tumba, se agarra del brazo del clérigo y lo acompaña. En la playa habían encendido un fuego y un grupo de hombres a punto de entregar su último aliento contaba chistes. Alguien halló cerca una colonia de cangrejos y las penas se fueron.
En ayuda de los hombres perdidos aparecieron unas canoas con indios 'amigos' que los sacaron de la zona peligrosa del estuario de los Cojomíes, pero acabaron robándoles algunas de las armas que llevaban, aceros que se valoraban mucho por parte de los nativos. También les dejaron alimentos para cubrir la última etapa, en la que Pedro cayó al mar en una zona boscosa y estuvo a punto de ahogarse.
La marcha de 34 días llega a su fin. De los 41 que la iniciaron solo quedan 18. Los demás «habían muerto miserablemente o de hambre, sed y cansancio, o ahogados al pasar los ríos; y otros que de su voluntad se habían quedado en aquellas desiertas soledades». También habían muerto algunos por haber bebido agua de mar.
Encuentran una cruz en un cruce de caminos que les conduce al pueblo de Charapotó. El sonido de campanas les indica que están en tierra de indios cristianos que les recibieron con generosidad. De allí fueron a Puerto Viejo (5 meses) y a Manta, donde finalmente se curó de todas sus heridas con agua de mar, según relata.
Tras volver a Panamá, Pedro de Gobeo viaja a Lima donde estuvo seis meses y a las minas de oro, otros tres años. Fue allí donde «mi corazón fue iluminado por la gracia divina con tal fuerza» que abrazó la orden jesuítica. Según el libro de la sociedad de Jesús, fue admitido en la compañía el 19 de septiembre de 1597. Permaneció en el Perú hasta cerca de 1610, cuando regresó a España, precisamente al hilo de la publicación de 'Naufragio y Peregrinación'. Lo poco que sabemos de su vida tras sacar el libro es que se afincó en Sevilla y se salió de los jesuitas, aunque mantuvo su condición de clérigo presbítero. En 1632 solicitó ingresar en el Santo Oficio de la Inquisición de Sevilla, para lo cual se sometió a una información genealógica de limpieza de sangre que pasó con éxito. Murió hacia 1650 rondando los setenta años.
A pesar de la calidad de la narración y de que es la historia de un superviviente cuesta creer que el libro haya pasado desapercibido más de 400 años, sufriendo un verdadero naufragio. Quien lo encontró escrito en latín en la Universidad de Mannhein, fue el investigador latinista Raúl Manchón Gómez que se sorprendió al hallar este «libro rarísimo» y «unicum», que ha sido editado y publicado por el profesor de la Universidad de Navarra, Miguel Zugasti. Además es un homenaje a todos los que perdieron la vida en pos del sueño americano, entre los que había muchos vascos y alaveses, y siguen en el anonimato total. Ya lo dejó escrito Walter Raleigh, el corsario inglés que hizo popular el tabaco en Europa. «Es muy difícil o imposible encontrar otro pueblo que haya soportado tantos reveses y miserias como los españoles en sus descubrimientos en las Indias».
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