Te ponen unas vendas y luego unos guantes. Te colocan un protector bucal y te viene una arcada horrible. Te suben al cuadrilátero y la garganta se te hace un nudo que ríete del gordiano. Haces un par de abdominales y crees que te ha ... salido una hernia de hiato. Te tropiezas mientras brincas a la comba, igual que hacían las crías en el patio del colegio mientras tú jugabas a polis y cacos, que no dejaba de ser una evolución más o menos sofisticada del pilla-pilla. Te dicen cómo tienes que atizar y pegas cuatro puñetazos al aire. Otra vez. Y otra. Y otra. Sudas. El corazón se te acelera tanto que parece que la aorta está empeñada en ponerte la sangre a punto de nieve. Acabas el entreno y te colocas una toalla en un gesto triunfal. Te sientes igual que Ali cuando le hizo morder la lona a Foreman. Chico, ¡wow!, es 1974 y estás en el puñetero Estadio 20 du Maipara de Kinshasa en el Zaire. La gloria es tuya.
Las endorfinas son muy puñeteras y su efecto dura poquísimo. Pronto te acabas dando cuenta de que, en realidad, estás aquí y ahora, en este polígono poligonero. Aquí, a dos pasos mal dados del 'mall' vitoriano, ese sitio que transita entre el brutalismo kitsch y la monstruosidad consumista, donde las familias de la periferia van a pasar el día con la prole pasillo arriba, pasillo abajo, entre escaparates que muestran cosas que no necesitan. Tú estás aquí y ahora, en un pabellón de estructura industrial. Aquí, en el mejor gimnasio de boxeo de por estos pagos.
Y esto de que el Gasteiz Sport, que no desentonaría en absoluto en Brooklyn, es el mejor garito para que te enseñen a darle al saco y a repartir mandobles como un caballero de los de fina estampa, no responde a ninguna amenaza velada de los campeones Andoni Alonso y José Luis Celaya, los púgiles que custodian con puño de hierro y guante de cuero un gimnasio al que, cada día, acuden al entreno decenas de 'Toro(s) salvaje(s)' en prácticas. De novillos de ring. De terneros de jab, crochet y uppercut.
Sale un día espeso, pero la luz se filtra por las ventanas del enorme pabellón, de techo altísimo, que soporta un hipnótico forjado de vigas negras bajo el que levanta hierro una variopinta fauna de gimnasio. Está ese forzudo tatuado que descarga toda su energía en darle a un neumático tremendo con un mazo ciclópeo. Está ese jubileta sudoroso que le da la elíptica mientras hablan de Errejón por la tele. Y luego ellos, esos Rocky Marciano de turno de tarde de la Mercedes, esos Sugar Ray de oficina, esos Sonny Liston sin uniforme. Todos descargan frustraciones y adrenalina a granel en esos sacos exhaustos, que de tantos palos que les han metido algunos están remendados con cinta americana, igual que los soldados malheridos, envueltos en vendas tras la batalla.
De la pared cuelgan guantes cuarteados de marca Everlast, Charlie y Cleto Reyes junto con viejos carteles de veladas pretéritas con olor a Farias y copas de Soberano y loción Floïd. También retratos de tipos duros, de viejas glorias del deporte gasteiztarra, del mítico Molinillo y del peso ligero Goliat, que ya hay que gastar buena sornaza con uno mismo para bautizarte con semejante nombre cuando no consigues que la báscula suba de los 61 kilos y los 237 gramos clavados.
Ya a la salida, en una vitrina solemne, a buen recaudo, los cinturones brillantes de adornos dorados y barrocos de cuando a Natxo Mendoza le coronaron campeón de un reinado de lona tras una batalla de sangre, sudor y lágrimas. Él, como Legrá, como Perico, como Carrasco, como el Poli y hasta como Urtain. Ellos, sí, sin películas, ellos sí fueron reyes. Y aquí, aquí siempre reinarán.
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