Expresión social del duelo, otrora tan esctricto, va camino de morir y desaparecer de los armarios. Las mujeres de Morillas lo resucitan por Todos los Santos. «Era un lastre y no nos lo pondríamos ni locas, pero es parte de nuestra historia»
Con la mantilla, la blusa abotonada hasta la barbilla y la falda por debajo del tobillo, todo de riguroso negro. De negro por fuera y de negro por dentro. Negro en las entretelas, el refajo y también en lo más hondo de sus corazones. Sus ... madres, sus abuelas, sus bisabuelas se pasaron media vida así, con el luto a cuestas, atadas a una vida de recuerdos infaustos, de una pena que tenían que exhibir a todas horas. Ellas ya no tienen ninguna necesidad de vestir así porque ese tiempo ya pasó. Pero Blanca, Mari Carmen, Pilar, Isabel, Carmen y la jovencísima Oianko, todas vecinas de Morillas, se vuelven a poner todos los años por estas fechas el luto de la cabeza a los pies. Así vestidas, son la viva imagen de que el luto se muere. Ya se ha convertido en una folclórica reliquia que, muy pronto, sólo vivirá en el recuerdo.
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Las de Morillas posan en el diminuto cementerio del pueblo, tan tétrico, tan hermoso, y la estampa recuerda a ese ambiente asfixiante, de pura opresión, de mujeres dolientes y amargura supurante, que filmó Mario Camus en 'La casa de Bernarda Alba' a partir de la obra de Lorca. Ellas también están interpretando hoy. La suya es una especie de performance, de réquiem coral por el luto que repiten cada año por la festividad de Todos los Santos.
«Mi madre murió con 97 años y la pobre mujer no se lo quitó nunca, siempre como una cucaracha», señala una de ellas, tocada con una mantilla de encaje. «Era un lastre y lo peor es que la triste siempre tenía que ser la mujer, que no podían ni asomarse a la ventana», tercia otra. «¡Toma, es que la que no se ponía el luto y salía a la calle, quedaba como una viuda alegre!», interviene Pilar Jiménez, cuyo pelo, teñido de rojísimo, habría desafiado esa sociedad que fue y que, por fortuna, ya no es. «No nos pondríamos el luto ni locas, lo que hacemos es recordar una costumbre que se está perdiendo, hace 50 años era la normal. El luto es parte de nuestra historia y por eso ahora, aunque sólo sea una vez al año, el día de las ánimas, nos vestimos todas de negro», explica Carmen Escobar.
Se alargaba durante dos años ante la pérdida de un familiar directo. Después se iniciaba el alivio
la tradición
«Es que aquello era tremendo, tremendo, se te moría alguien y te plantaban el luto, los primeros días tenías que estar sin hablar, en silencio y con la radio apagada. En algunas casas, hasta se tapaban los espejos», continúa Carmen. Para ella, que pasa de los 80, como para tantas mujeres de su generación, el luto era todavía una imposición en una época, los 70 y los 80, en la que la costumbre de teñir el vestuario de negro, el más triste de la carta cromática Pantone, ya se iba replegando, poco a poco, hacia los bordes de los mapas de la Álava rural, donde ahora, como mucho, se mantiene durante los primeros días de las muerte de un ser querido. Cada vez menos. «Yo ni loca me lo pondría, ni por mi marido», señala Carmen. Y, como ella, la mayoría.
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El pasado año, en lo más duro de la pandemia, España decretó el luto más largo de la historia reciente del país en honor a las víctimas del virus. Ese luto se redujo a los crespones negros y a las banderas a media asta. Nada más. Hace unas décadas, las calles de Vitoria habrían sido monocolor. Ahora el luto sólo va por dentro.
Tinte negro urgente
«Negros superiores especialidad para luto entregados entre 6 y 12 horas según urgencia». Así se anunciaba la Tintorería de Casiano Amigo, sita en el 31 de la calle Estación -actual Dato-, en las páginas del Heraldo Alavés. Era 1912 y entonces llevar luto no era una opción. Más bien, una imperiosa y urgente necesidad. «Anuncios así se podían encontrar en los periódicos vitorianos de aquella década y también de los 30», señala Ander Gondra, historiador y antropólogo social de la asociación Álava Medieval.
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Con el finado de cuerpo presente, todavía caliente, la norma social marcaba que la familia, y muy en concreto, la viuda, se pusiera de inmediato un luto que no dejaría hasta pasados los dos años. Entonces y sólo entonces, se le permitía iniciar el alivio, una relajación del 'uniforme del duelo' «con preferencia por tonos grises, malvas y estampados discretos», tal y como recomienda el rancio 'Novísimo Manual de Urbanidad y Buenas Maneras', un libro que todavía coge polvo al fondo de los anaqueles en algunas casas de bien.
Las mujeres sufrieron la opresión del luto. «Nadie quería ser acusada de ser una viuda alegre»
tradición Machista
«Con el paso de las décadas esta exteriorización ritualizada del duelo ha ido decayendo, esto sin duda guarda relación con el declive de las creencias religiosas y es innegable que, ejercida de forma rigurosa, coartaba principalmente la libertad de las mujeres», señala el antropólogo Ander Gondra, que, sin embargo, llama la atención sobre la parte negativa de «prescindir de todos los ritos y tradiciones» como el luto. «Ahora se da más una ocultación que una exhibición del duelo y eso dificulta la gestión comunitaria del apoyo», abunda.
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Ese espíritu de respeto, de duelo compartido, es el que hace que la costumbre siga muy presente entre la comunidad gitana. Basta con pasear por Sansomendi, por mirar hacia sus tendales, donde se secan coladas negras al sol, para reparar en que allí mantienen con vida ese luto que se nos muere. Y por el que nadie, salvo las de Morillas, ya va a llorar.
Cuando se cubrían de negro hasta las colmenas
En Francia, en el siglo XVII, las colmenas se cubrían de luto con un lazo negro cuando moría el abejero. Se creía que, de no hacerlo, las abejas también morirían. La costumbre traspasó fronteras y, durante largo tiempo, se mantuvo también entre los apicultores alaveses. «Era una superstición más. El campo vasco siempre ha estado rodeado de este tipo de creencias, que, en el fondo, denotaba la importancia que tenía realizar este tipo de señales de respeto», señala el sacerdote Carlos Ortiz de Zárate, etnógrafo y uno de los más profundos conocedores de los usos y costumbres ya extintos de la Álava rural. «A esta tradición también se le sumaba una relacionada con la ganadería: a los bueyes, considerados animales esenciales en la casa, cuando fallecía el amo, se iba a la cuadra y también se les avisaba de la muerte».
«Nadie me obliga a llevarlo, me sale de dentro»
De tanto llorar a los que se fueron, a Ioana se le ha olvidado ser feliz. Hasta cuando se esfuerza en sonreír ante la cámara -un acto reflejo, como decir pa-ta-ta- sólo consigue arrugar los labios y esbozar una expresión tristísima, que recuerda a la de esa imagen del payaso taciturno que cuelga todavía en muchos salones. Sencillamente, no le sale, no se acuerda ya de cómo era dibujar una sonrisa en su cara. Es como si los músculos de sus mejillas hubieran perdido esa capacidad. Su expresión, su tristeza perenne, va siempre a juego con el color de su ropa, negro de la cabeza a los pies, negro en ese jersey de encaje, negro en los pantalones, negro en las medias y negro también hasta en lo que no se ve, en el alma, teñida de azabache para el resto de sus días.
Ioana Todirica, de 73 años, ni se acuerda de cuándo empezó a cargar con el duelo -el dueil, en su lengua natal-: primero por los padres, después por el marido y más tarde, el más doloroso, el más irreparable, por su hija que tan pronto se le fue. Ioana lleva media vida de luto. Y con él morirá.
«En mi país (Rumanía) y por mi religión (católica ortodoxa), el luto sigue siendo una señal de respeto, al muerto pero también al resto de la familia. Allí la tradición dice que tienes que llevarlo hasta durante siete años. Aquí nadie me obliga a ir de negro, pero es algo que me sale de dentro, que lo llevo conmigo», explica Ioana, a la que tiene que traducir su hija Catalina, porque apenas se sabe las cuatro palabras justas de castellano. Ambas reciben en el abigarrado saloncito de su casa, rodeadas de recuerdos, de las fotografías enmarcadas en alpaca de todos sus seres queridos que ya no están.
Atuendo exótico
En realidad, a Ioana nadie le ha preguntado por qué va de luto. Pero incluso ella es muy consciente de que, hoy en día, su atuendo resulta hasta exótico. Con sólo salir a la calle se puede dar cuenta de que el luto, tan arraigado hace unas décadas en esa sociedad española con olor a alcanfor, ha desaparecido prácticamente del paisanaje de nuestras ciudades, incluso de nuestros pueblos. Ioana morirá de luto, sí. Pero el caso es que el luto, con ella, con esta generación de mujeres, también morirá.
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