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A Teresa Ibáñez (Murgia, 1944) le produce cierta rabia no haber bajado al bar de debajo de casa con la libreta en la que ha resumido su trayectoria unos días antes de que se produzca esta conversación. «Tendría que haberlo traído apuntado», incide en varias ... ocasiones cuando se le pregunta por determinados datos. «Con la edad lo que más noto es la memoria», profiere esta actriz, veterana del elenco que forma el Teatro Ortzai en Vitoria, además de Alavesa del mes de abril de EL CORREO. La naturalidad es su mejor baza. Se le escapa algún que otro «en plan» para tratar de explicarse y recula cuando usa expresiones poco formales. «Esto luego no lo escribes tal y como te lo cuento, ¿no?», se cerciora.
- Dice que siempre ha tenido afición por el teatro, pero empezó la carrera siendo ya adulta. ¿Por qué?
- Eran otros tiempos. En aquellos años a las actrices que querían ser profesionales se les decía «¡bah, trabaja...!», como despectivo. A ver, yo jamás he pensado en dedicarme de manera profesional a esto pero... hoy se ve de otra manera (asiente).
- Su trabajo era la peluquería.
- Sí, me gustaba mucho. La dejé porque tuve tres hijos y no llegaba a todo. Tuve que elegir. Cuando se hicieron mayores ya vi posibilidades de estar en un grupo de teatro.
- ¿Era de las que se buscaba los castings o le llamaban porque le querían en sus producciones?
- Después de la Escuela Permanente de Personas Adultas (EPA) me llamó un amigo para participar en una película que estaban rodando en Vitoria sobre la Guerra de la Independencia. No me cogieron. Luego, alguien le enseñó una foto a Almodóvar para filmar 'La flor de mi secreto'. Dijo que era divina. Y sin más, fue un papel de nada. Pero ahí está. Ahora lo último que he grabado es un papel de vendedora de huevos en la serie 'El pueblo'.
- ¿Por qué dejó el audiovisual?
- Cuando empezó la crisis de 2008 no había trabajo para todas. El sector dio un bajón tremendo y las actrices de primera hicieron de primeras y segundas, lo que les venía. Después de eso, los años se fueron sumando. Pero trabajé mucho.
- ¿Le queda alguna espinita clavada?
- La verdad es que no. Porque jamás hubiera pensado que iba a llegar hasta aquí.
- ¿Qué cree que vieron y siguen apreciando en su interpretación?
- No lo sé. Yo todo lo que siento y todo lo que tengo lo doy.
- ¿Alguna vez ha pensado en bajarse de forma definitiva de las tablas?
- No. Y mira que hay momentos duros en los que no te ves bien... Pero cuando la gente nos felicita y da la enhorabuena... Todo eso te recompensa. No te acuerdas de si te duele la espalda o el pie.
- Por usted no pasan los años.
- Yo noto que voy perdiendo facultades, memoria. Me cuesta más, tengo que trabajar más. Los chavalitos lo cogen todo muy rápido y yo necesito más ensayos. Repaso los guiones a diario. Igual son las tres de la mañana y estoy con el libreto, dándole. Es así. Lo tienes al lado en cualquier momento. Porque ese paso de memorizar es lo primero que tienes que hacer. Lo que te da la expresión y te da todo es el guion. Mientras no te lo aprendas, no te podrás incorporar al papel.
- ¿En qué registro se siente más cómoda?
- No soy caprichosa, me adapto a lo que me digan. Y mira que tengo a mi hijo (Iker Ortiz de Zárate), que es el director del teatro (Ortzai), y jamás le he pedido un papel. El que dirige es el que mejor sabe lo que tienes que hacer y siempre te va encajar en una interpretación que contraste con tu estilo, edad, manera de ser...
- ¿Seguro?
- Lo que más me gusta es el drama y el humor. Ver cómo alguien disfruta con lo que haces es muy bonito. Y, luego, los momentos íntimos, de sentimientos, en los que la gente está totalmente en silencio... No puedo decir mucho, pero ahora en 'Tartufo' tengo un papel de gruñona, de una señora franquista... Me divierte hacerlo, pero tengo que ser muy dura.
- ¿Ha cambiado su visión del teatro en estos años?
- Se ha profesionalizado más. Pero el teatro es un clásico. Pueden variar las obras, que estén dirigidas en un sentido o en otro… Pero la sensación de vivirlo al momento es maravillosa.
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