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Es uno de los momentos más ilusionantes del año, cuando todo está por hacer, cuando todo son promesas por cumplir. La pieza es ahora un folio en blanco terroso, un papel con estrías, recién arado, en el que el agricultor dibuja en su imaginación los brotes y las matas frondosas y los frutos carnosos, dulces como la melaza. Sembrar para, dentro de unos meses, recoger. El problema, el gran problema, es que la cosecha cada vez vale menos, cada vez renta menos. Por eso, un cultivo otrora tan abundante como la remolacha vive en un tremendo declive. Sólo unos irreductibles como Javier Ortiz de Orruño, el de Arangiz, el agricultor al que EL CORREO acompaña durante un año de trabajo, siguen empeñados en regalo y cuidarlo. De no ser por ellos, se marchitaría.
Javier cita para ir a por semillas de remolacha. ¿Dónde se compra tal cosa? Pues en realidad, bien cerca del centro. Porque, por mucho que Vitoria se haya emperrado en sacudirse su pasado rural, aquí, como en los pueblos, las semillas se siguen adquiriendo en el corazón de la ciudad. En la calle Simón Bolívar, en los almacenes de la cooperativa AGA. Este es un sitio anodino e inodoro. Aquí sólo se apilan cajas y cajas. La lonja, con unas estanterías que llegan hasta el techo, recuerda más a un punto de recogida de paquetería que a otra cosa. Aquí se podrían vender folios o toner o impresoras. Y, sin embargo, aquí se despacha vida en grano.
Con todo, la imagen resulta decepcionante. Esperas que el labriego aparezca con un camión capaz de cargar sacos y sacos de semillas, con un remolque equipado con alguna especie de grandísima tolva de acero. Pero no. Todas las simientes necesarias para sembrar diez hectáreas de remolacha caben en el maletero de cualquier utilitario. Son como cajas de cereales de desayuno con nombres tan preciosos como Myrtille, Louisiane, Treck, Totem o Beetle, todas variedades de remolacha. En su interior, unas bolitas de color azul, perfectamente simétricas, más parecidas a las cuentas de un collar de bisutería o a las partículas del detergente.
«Esto sí que es tecnología punta», cuenta Javier, desmenuzando una de las bolitas con las yemas de sus dedos recios. «Es lo más parecido a una pastilla, lleva algo de insecticida, un poncho que la protege frente a gusanos y babososas», insiste. Mientras preparan el pedido, cuatro cajas con 100.000 bolitas, 100.000 semillas de las que brotarán 100.000 plantas, por allí aparece, txapela bien calada, Pablo Ortiz de Elguea, agricultor de Elburgo, que saluda con un sonora palmada en la espalda a nuestro Javier.
hectáreas de remolacha se cultivaron en 2020 en Álava, según las últimas cifras, provisionales, del Gobierno vasco. Es el mínimo histórico de este cultivo industrial.
Sólo las ayudas mantienen a flote al cultivo, del que hace 20 años se sembraba diez veces más en el campo alavés.
Los dos labriegos, dos generaciones de hombres recios, no tardan en trillar una conversación de esas que necesitan subtítulos para el urbanita y que pronto deriva en recordar aquel campo que fue y que ya no es. «La siembra era muy, muy física, un trabajo muy duro que implicaba a toda la familia», rememora Javier. «Aquello mejor que no vuelva», admite Pablo, 64 años, rozando la jubilación con la yema de los dedos. «Pero me resisto a jubilarme, en el campo estoy encantado. Si volviera a nacer, sería agricultor». Ahí va otro enamorado del agro.
Javier aguarda al momento preciso, al día adecuado para sembrar. Es un asunto capital éste que determinará el éxito de la cosecha. «Tiene que llover algo después para que la semilla rompa, pero tampoco demasiado», ilustra. Y llega el día idóneo. La tarde sale despejada y soleada. En la parcela, en Foronda, la tierra está 'peinada' porque el agricultor ha preparado ese suelo arcilloso pasando una y otra vez la HRB 353 Kuhn, la rotativa, una especie de arado gigante, igual que las damas lánguidas se dedicaban a cepillar una y otra vez sus cabelleras para desfacer los enredones.
«De chaval recuerdo que escardar y, después, la siembra, nos llevaba casi tres semanas, todo con azada y con el cultivador, ahora te lo quitas de encima en una tarde», recuerda el agricultor mientras por allí aparece Rubén con la MX 170 Planter 2, la sembradora, una flamante máquina de color bermellón, un cacharro de hechuras ciclópeas, que cuesta más de 50.000 euros, específico para sembrar remolacha, y que solo se utiliza una vez al año. Por eso la máquina se comparte entre una decena de agricultores de la zona, que forman una Cuma (cooperativa de utilización de maquinaria agrícola). Esta es economía colaborativa de la buena.
La siembra es hoy un proceso tremendamente mecanizado. La sembradora está equipada con unos depósitos distanciados a unos 20 centímetros entre sí en los que se vierte la semilla. Un sistema de piñones permite ajustar la profundidad a la que se deposita en el suelo. De forma perfecta, una a una, sin desperdiciar ni un sólo grano, la máquina se encarga de realizar el trabajo. Al volante, Rubén, el maquinista. Detrás, a paso firme, Javier, revisando, comprobando que las semillas, esas bolitas azules, se acomoden en el suelo terroso de forma óptima.
Para el final de la tarde, el campo habrá quedado sembrado y las semillas a la merced del tiempo y de los cuervos, a los que les pirran estos granos. Son nueve hectáreas de promesa de remolacha, dos menos de las que Javier sembró el año anterior. Este cultivo ya supone menos del 10% de toda su explotación. Según los últimos registros, todavía provisionales, del Departamento de Desarrollo Económico, Sostenibilidad y Medio Ambiente del Gobierno vasco, en 2020 se sembraron en Álava 1.111 hectáreas de remolacha. Es el mínimo histórico. Hace 20 años, se dedicaban 8.239 hectáreas del campo alavés a este cultivo y en 2002 se frisaron las 11.500. Desde entonces, las cifras han caído a plomo. «Cada vez es menos rentable y ahora mismo sobrevive gracias a las ayudas de la Diputación y el Gobierno vasco, al César lo que es el César», reconoce Javier. Es un cultivo dopado por las subvenciones que, si las reglas del mercado siguen así, está condenado a la muerte en Álava. «Yo no dejaré la remolacha, pero la remolacha sí que me dejará a mí».
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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