«Lo más duro ha sido creer que no volvería a ver a mi madre»

Los reencuentros más esperados ·

María y Luis, Filo y Gladis, Balbina y Blanca... Las familias vuelven a visitar a los ancianos 87 días después. En la residencia Lakua las lágrimas se mezclaron con la lejía

Lunes, 8 de junio 2020

El de Luis y María de Gador es un amor del bueno, de esos inquebrantables, uno de esos de los de antes, que ni los años ni la enfermedad han logrado consumir. Ella lleva 25 años sumida en un alzheimer atroz, que hace que ni ... siquiera recuerde el rostro de su marido. Sin falta, él la visitaba, cada día, en la residencia. Pero ese 13 de marzo que ahora se antoja tan lejano, Luis, como todos los familiares de los mayores que viven en las residencias alavesas, tuvo de acudir a su cita con su señora. «No me reconoce, no se acuerda de la cara pero sí la voz. Venía y le cantaba, canciones de nuestros años, de Manolo Escobar y también la de Los pintores de Vitoria y 'Clavelitos', que le gusta mucho». Ayer, 87 días después, el hombre le volvió a cantar a su esposa cara a cara. «Será que estoy un poco blando, pero estoy convencido de que ahora, después de que me haya visto está un poco mejor». Seguro que sí, para María de Gador estar con su Luis, con el hombre que le canta, fue un bálsamo.

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Con el inicio de la Fase 3, las residencias alavesas han vuelto a permitir las visitas más esperadas. Controlados, a distancia, con mascarilla y a cuentagotas, los familiares se han vuelto a reencontrar con los ancianos. Lo necesitaban. Los unos, pero sobre todo los otros, los hijos, los nietos, los sobrinos que durante tres meses se han tenido que conformar con ver a sus seres queridos a través de una pantallita. Un par de semanas atrás, en algunos centros se comenzaron a permitir visitas, desde el exterior, a través de las rejas. «Pero no es lo mismo, parecía que iba a ver a mi mujer a la cárcel», comenta Luis López Ruiz de Vergara muy emocionado. «Estaba nervioso y todo, no te haces una idea de las ganas que tenía de poder venir».

Como en el resto de los geriátricos alaveses, en la residencia foral Lakua, los familiares fueron convocados ayer en diferentes turnos para poder pasar, al fin, media hora con los ancianos. El protocolo fue estricto. A todos los familiares se les tomó la temperatura antes de acceder al centro, donde se han habilitado espacios en el vestíbulo para estos reencuentros. Entre visita y visita, Diego desinfectaba con su mocho y mucho esmero cada rincón. Las lágrimas se mezclaron con la lejía.

En este centro la mayoría de los residentes arrastran diferentes grados de deterioro cognitivo. «En esta situación, con lo que hemos pasado, una no sabe si es mejor que esté así», apunta Blanca Gil, frente a la tía Balbina, abrigadita, como un polluelo frágil, con una rebequita de color morado y una manta de color ojo. La mujer está convencida de que lleva allí solo un par de días. «Supongo que les pasará a todas las familias que tienen a sus seres queridos en esta misma situación, pero creo que ha sido más duro para nosotros que para ella», se consuela Blanca mientras la señora habla con un hilito de voz por encima de la mascarilla. Su tono resulta apenas inaudible, pero suficiente para regañar a su sobrina y pedirle que se ponga una chaqueta. «Vas a coger frío», le musita.

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Balbina Aguillo tiene el pelo blanco ralo y unos ojitos que se le empañan a cada momento. Las lágrimas, espesas, se le escurren hasta acabar en la punta de una nariz aguileña. El primer acto reflejo de la sobrina es tomar un pañuelo de papel para enjugarle los gotillones. A medio camino, con el kleenex en la mano se detiene. «No sé si se puede o no», duda. «Esto es lo más extraño, tener que controlar cada gesto: ahora mismo me encantaría darle un abrazo», reconoce.

4.213

  • personas mayores alaveses viven en los 99 geriátricos de los que dispone la provincia. La mayoría de las plazas, hasta 3.072, son de titularidad privada.

También a Gladis Sagredo se le hizo durísimo no poder darle un buen achuchón a Filomena Díaz, de 95 años, y a la que ayer vistieron con su mejor conjunto. «Estás guapísima mamá, ¿te han puesto así porque te venía a ver?», le pregunta la hija. La señora sólo aprieta los labios y mira a su alrededor, a los periodistas y a la foralidad que ayer también visitó el centro que dirige Brígida Argote. «Teníamos muchísimas ganas de que volvieran las familias, esto ha estado tan desangelado durante este tiempo», apunta la responsable.

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Emoción a flor de cumbia

«Lo he pasado muy mal, sobre todo el primer mes, que fue algo horroroso. Al principio, cuando nos dijeron que no podíamos venir, no lo entendí: la cabeza puede que comprenda que no era seguro, pero el corazón...», se emociona Gladis. «Lo más duro de todo fue creer de verdad que nunca más iba a volver a mi madre», reconoce la mujer que mira con una ternura infinita a la anciana, algo ausente. Y, de pronto, como si la música la trajera de vuelta aquí y ahora, una de las trabajadoras del centro le acerca el altavoz del teléfono. Suena una cumbia suave y la señora baila sin moverse de la silla. Es imperceptible pero algo ha cambiado, algo ha pasado en la mirada de la madre. Y a la cara de la hija se le ha asomado una felicidad.

Las visitas se realizan de forma escalonada, en turnos de 30 minutos y a los familiares se les toma la temperatura al entrar

control estricto

En en este vestíbulo impoluto, en medio de esta mañana alegre, de emociones desatadas, casi pasa desapercibida una de esas escenas que hacen que se te erice cada centímetro de el piel, el corazón se te hace un ovillo y la garganta un nudarraco terrible. Un par de ancianos, adormilados en sus sillas de ruedas, aguardan para recibir las visitas de sus familiares. Allí estuvieron durante media hora, esperando. Nadie vino a ese reencuentro con ellos. Este virus ha privado a sus familiares durante más de 80 días. Pero muchos, demasiados, llevan la soledad inoculada desde mucho antes.

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