Rebrotes en la Montaña Alavesa
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Desde 2019. ·
Una veintena de trabajadores ha echado raíces en la comarca más desplobada de Álava e instalado su negocioTodo es verde en estos parajes. Entre las carreteras que separan pueblos y concejos, se asoman un puñado de casas, iglesias y el pastoreo controlado de rebaños aislados. En Montaña Alavesa no hay tráfico, contaminación acústica ni cualquier otro mal que aqueje a los urbanitas ... abrumados de la ciudad. Las tablas censales dicen que en esta comarca viven seis habitantes por kilómetro cuadrado. En Vitoria, donde se hacina el 76% de la población de Álava, la densidad es de 971 residentes por la misma extensión. Los 3.169 que se han asentado en estos lares representan el 0,9% de todo el territorio. Aquí, en la zona más despoblada de la provincia –donde dos municipios sobreviven sin ningún comercio en sus calles– se han instalado desde 2019 por lo menos una veintena de negocios, según los datos de la Asociación de Desarrollo Rural Izki. Todos esos pretenden revertir la tendencia que auguran las estadísticas demográficas.
Esa decisión obliga a preguntarles los porqués, más aún cuando la mayoría de ellos han decidido abandonar la capital y echar raíces en el campo. Agricultores, ganaderos, creadores de ficción o gerentes de alojamientos rurales. Esta es la historia de Leire, Marta, Miguel, Estíbaliz, Ananda, Lucía y Paula contada por ellos mismos.
El estudio de ilustración de Leire Iparraguirre (40 años) es una vivienda turística, además de una papelería. En noviembre de 2022 inauguró de manera oficial este negocio 'tres en uno' porque «soñaba con trabajar en la Montaña». «Lo he cumplido», asegura orgullosa desde el mostrador de la calle de las Juntas Generales de Campezo, municipio donde reside desde hace unos catorce años. «Mi padre es de aquí, así que estas son mis raíces. Es donde he pasado mi infancia, todos los veranos. Cuando planteamos con mi marido el lugar donde queríamos desarrollar nuestro proyecto de vida decimos volver y asentarnos», explica. El balance de este tiempo, «que ha sido de observar y valorar», es «optimista». «Cada época en el pueblo es diferente. Este primer año me ha servido para ver cómo se va a mover cada línea en volumen de trabajo».
No es que haya porcentajes. Pero, lo que tiene claro es que el comercio ('LEIREIPAR'), situado en la parte baja del edificio, funciona como un «servicio al pueblo», donde también expone sus ilustraciones. La mayoría de esos dibujos de colores –que también encuentran su espacio en las paredes del alojamiento rural 'Ximenetxe'– son fruto de la inspiración que le viene de la flora y fauna de la zona. «Hay mucha costumbre de hacer medicinas, ungüentos y pomadas con flores como la caléndula», desgrana. «Pero bueno, al final es un círculo económico. Huéspedes que vienen a hacer el 'check-in' y descubren la tienda. O al revés», plantea. Ese alojamiento consta de dos plantas de 50 metros cuadrados y ronda por persona y noche los 125 euros (dos personas son 140).
Marta Mas y Miguel Garcés viven en Bernedo desde hace quince años. A esta localidad de cerca de 500 habitantes aterrizaron desde Cataluña y Valladolid casi de casualidad –o por una obligación placentera–, con 32 y 34 años. El caso es que se asentaron en la comarca movidos por el traslado de Zanguango a Campezo, la compañía de teatro en la que trabajaba él y que fue ganadora de un premio MAX en 2020. «La posibilidad de vivir en pueblo siempre había estado ahí y en ese momento se convirtió en una opción real. Fuimos una semana a conocer la zona y me encantó la gente, el paisaje... todo», relata Mas, que al tiempo de mudarse, se convirtió en madre. «Después de la maternidad quise reactivarme. Emprender fue la única vía para conciliar que encontré», expresa.
Se refiere a Thusia, la cooperativa de teatro, que ella y su pareja (que se definen como «creadores de ficción») fundaron en 2019. «Contar desde ese género nos ayuda a comunicarnos y a aproximarnos a otras historias. De la nueva ruralidad, pero también de otros aspectos», expresa Garcés. El 10 de mayo estrenarán su próxima producción en el Teatro Principal de Vitoria. En un pase de 75 minutos darán vida al guion de Mikel Ayllón 'Hau ez da guerra bat' que presenta la ruptura de una pareja para «entender el fracaso en las relaciones humanas». «Hemos construido un universo dramático mediante diferentes acciones transmedia como piezas de audioficción para conocer el pasado de los personajes o un disco en vinilo con la banda sonora», cuentan.
«Agricultura y ganadería. Trabajos durísimos que no están muy valorados». Es la respuesta que Estíbaliz San Vicente (San Vicente de Arana, 41 años) propone como definición a la pregunta de cómo es la vida en el Valle de Arana. Lo dice convencida, sin titubeos, porque esos oficios los conoce de primera mano. Sus abuelos eran ganaderos y producían queso denominación de origen Idiazabal. Por relevo generacional, sus padres heredaron las ovejas y se adaptaron a la misma profesión. Hasta que se cansaron, y el rebaño pasó a manos de su primo. La idea, entonces, fue abrir un restaurante en San Vicente de Arana, el 'Obenkum', para alimentar por lo menos a ese centenar de vecinos que cuando quería comer fuera se tenía que desplazar a Maeztu o Campezo.
«Yo tenía 18 años», recuerda. «Eso fue una locura de mis padres, que siempre han llevado muy enraizado el pueblo. Pero nosotros no teníamos ni idea de hostelería, eso te lo aseguro», apunta hoy con un solete de la guía Repsol en su pared. «Lo que se nos ha inculcado desde pequeños es que tenemos que amar la zona y apostar por ella. Así que para mí la vida rural es lo más bonito que hay». Por esa lección familiar, San Vicente está retocando los últimos detalles para inaugurar una vivienda turística en ese mismo enclave. «Tenía que hacer algo para mantener población en el Valle. Que la gente venga y conozca el lugar». 'Aska Etxea' –como ha nombrado el alojamiento– pretende estrenarse este invierno con una casa para diez personas y tres apartamentos para parejas.
Las 'doulas' son las mujeres que acompañan a las embarazadas durante la gestación, el alumbramiento y el posparto. Cuando la vitoriana Ananda Abaigar parió quiso ser una de ellas. Su puesto, hasta ese momento, había sido el de trabajadora social (donde continúa), pero «la maternidad me cambió la vida. Fue un aterrizaje forzoso», recuerda. Eso ocurrió en agosto de 2019. No fue hasta abril de 2022 cuando abrió su negocio de terapias holísticas en Campezo, adonde se mudó hace diez años. «Fue por mi carácter. La ciudad me aturullaba mucho y necesitaba irme a un lugar con menos ruido». Aunque la elección no fue casual. En ese rincón de poco más de mil habitantes le esperaba la casa de su padre. «Levantarme y poder ir al monte a pasear me enseñó mucho. Espero poder seguir viviendo en el medio rural», confía.
Ese autoconocimiento tiene mucho que ver con las sesiones que ella ofrece (para las que aún no cuenta con un local propio). Sus tratamientos, que abordan disciplinas como el yoga, pretenden ocuparse de la salud del individuo en su totalidad. Es decir, se centra en «mente, cuerpo y espíritu». Más allá de las embarazadas, trabaja con mujeres desde los 13 hasta los 80 años. Con todo, ese camino no está siendo fácil. «Creía que por ser una población pequeña me iban a abrir las puertas. Pero lo cierto es que en la Montaña hay mucha resistencia y miedo a lo nuevo». Para intentar paliar esos efectos, Abaigar está buscando apoyo y proyectos en LAIA, la red de mujeres del medio rural. «Si no es imposible, hay demasiada inestabilidad», confiesa.
La primera reacción que tuvieron los vecinos, familiares y conocidos de Lucía Elorza (Oteo, 29 años) al contarles que con veintidós años se iba a profesionalizar en la ganadería fue sorprenderse. «Luego me han apoyado mucho. Pero alucinaron», recuerda. El caso es que, pasados varios años, Elorza todavía no entiende los motivos. Ya en Campezo, en la casa donde vivía con sus padres, convivía con caballos y cabras. «Eran una afición, para autoconsumo, pero a mí se empezó a encaprichar tener animales», cuenta. El deseo se hizo realidad cuando un ganadero de Orbiso le ofreció su rebaño. «Siempre me lo decía, que cuando se jubilara me lo iba a vender. Pero yo lo veía muy lejano». Así que ella estudió para ser auxiliar de enfermería e incluso trabajó en la residencia de ancianos de Bernedo. Pero no era lo suyo. Y cambió.
«Te tiene que gustar mucho este mundo porque es muy esclavo... Es verdad que apenas hay mujeres, y menos jóvenes. A veces eso me lleva a preguntarme qué pinto yo aquí. Si casi ni se queda la gente en los pueblos, si trabajo todos los días, sin horarios, si el producto vale lo mismo que hace treinta años...», se lamenta. «Los días optimistas sigues por los animales, no por las ganancias. Pero, mientras pueda, seguiré tirando», conviene. Con todo, Elorza no tiene reparo en admitir que sobrevive en parte gracias a las subvenciones de la Diputación, pero considera que debería haber un sostén institucional mayor. «Yo soy la primera que me quiero comprometer con el pueblo, pero necesito sentirme arropada y ver que mi producto vale», reivindica.
Paula Romero (Ubrique, 28 años)se mudó a Vitoria para trabajar como camarera y acabó plantando flores de lúpulo en Quintana.
– ¿Por qué? ¿Cómo?
– Gonzalo (Eguiluz, el otro fundador de la empresa) observó en un viaje que hizo a Estados Unidos que allí había muchas plantaciones de lúpulo, al contrario que en España, que se recurre mucho al extranjero para la fabricación de cerveza. Como es una bebida que nos encanta... Decidimos probar.
«Es complicado», apunta sobre el proceso esta gaditana que ahora, con dos hectáreas a su nombre, se define como «agricultura». «Me nutrí viajando y con vídeos de Internet. En León está la cuna nacional del lúpulo, pero YouTube da muchas otras respuestas», desliza. En ese medio aprendieron la técnica, como que cuando las plantas se recogen y alcanzan un nivel de humedad determinado, se secan con aire caliente, se muelen y se 'peletizan' (de pelet, los restos de madera utilizados para encender chimeneas). Luego, con la ayuda de una prensa se envasan y se conservan en frío, donde pueden aguantar hasta un año.
Su producción, aún pequeña, está destinada a «un entorno casero». «Hasta el cuarto año el lúpulo no da el 100% de su producción, así que no lo podemos comercializar con grandes cerveceras». Pero, no se cierran. «Tiene usos farmacéuticos, para cremas o infusiones para dormir. Incluso nos han comprado para hacer jabones. El caso es que hay que ir probando en todos los sitios hasta ver dónde hay suerte», se anima.
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