Los pueblos son para el verano
MANUEL SETIÉN
Domingo, 14 de agosto 2022, 01:13
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MANUEL SETIÉN
Domingo, 14 de agosto 2022, 01:13
Cuando llega el verano, los pueblos despoblados, casi anémicos de la España que los eruditos llaman 'vaciada', toman aire, se llenan de vida y se vuelven a llenar de gente variopinta que es denominada por los lugareños, no sin cierta displicencia y desdén, 'los veraneantes'.
Pero ya no se trata de los forasteros que llegaban con sus bicicletas como replicantes de 'Verano azul' con sus aires de la capital. Los que llegan ahora son los mismos que abandonaron el pueblo en las diferentes oleadas de emigraciones, o sus hijos, o los hijos de sus hijos. Llegan, no con 'haigas' como entonces («deme el coche más caro que haiga», decía el iletrado nuevo rico), sino con bicis de montaña o con coches híbridos que no contaminan como los tractores amarillos de los del pueblo.
No lo llaman por su nombre. Genéricamente, dicen 'el pueblo', evitando el posesivo y poniendo un tono entre afectivo y distante. 'El pueblo', como si no existiera más pueblo de verano que el suyo y por tanto no hace falta ni nombrarlo. En realidad están cargados de razón, pues no van a un lugar físico determinado, o sí, puede que tenga una plaza y una fuente, y una iglesia y, con suerte, un bar, pero el lugar al que se refieren no existe más que en su imaginación.
Todos han oído las mismas campanas, pero apenas saben ya cuándo ni dónde. Se necesita darle cuerda a los recuerdos. Allí, como los relojes, los recuerdos pueden ir para atrás o para adelante, o pararse en una hora para siempre como el de la torre de 'Bienvenido, Mister Marshall'.
En el fondo, todos construimos con nuestra memoria un decorado de película en el que poder situar los recuerdos a nuestro gusto. El pueblo nos presta el atrezzo y nosotros ponemos la acción, unas veces inventada, siempre deformada.
'Lo pasado no es un sueño', titula Theodor Kallifatides sus memorias, y como él, todos tenemos nuestro pasado al que miramos con los ojos despiertos con los que hemos mirado a lo largo de nuestra vida, sea lo vivida que sea. En realidad, esos pueblos a los que nos referimos no pertenecen al pasado, sino a una edad intemporal situada más allá de la historia.
En el pueblo de nuestro pasado, cuando miramos un árbol no miramos un árbol, miramos nuestro árbol, aquel en el que nos ataron jugando a los indios o trepábamos a coger nidos. O cuando miramos un banco, evocamos melancólicos el lugar del primer beso o aquella declaración de amor no correspondida.
En verano vuelven al pueblo sus hijos con sus maletas llenas de recuerdos y entre todos, como en un puzle en el que cada uno pone sus piezas, se completan distintos episodios, como si se tratara de un rompecabezas, de la memoria colectiva de sus habitantes. Cada uno pone un detalle, su anécdota y así se arma la urdimbre más imaginaria que real, pero que al final se convierte en la única versión válida, la que han armado entre todos.
Pero siempre faltan piezas: las de los que no han venido. Y entre todos se pasa lista a los que no han ido o a los que ya no están. Alguien cuenta que menganita tiene un importante puesto en Bruselas que le impide volver o que fulanito murió en un accidente y nunca volverá. Todos quedan pensativos, cada uno poniéndolos un hueco en su hornacina vacía, la de los ausentes.
Decía un primo mío (por supuesto, del 'pueblo') que había que declarar a todas las fiestas de los pueblos, patronales o no, patrimonio intangible de la Humanidad. La razón es que dan ocasión a resucitar, aunque sea por unas horas, la historia del lugar, no como un espacio físico, sino como el escenario más o menos imaginario de unas experiencias colectivas. Aquellas dianas con charangas que despertaban al pueblo con mucho bombo, las cucañas en las que disfrutaban más los mayores que los pequeños, las verbenas de orquestinas ambulantes en los prados bajo las estrellas o los tientos con vaquillas en los que no se sabía si tenían más miedo los astados o los mozos…
En las fiestas llegan los familiares, los amigos, los conocidos y todos se reencuentran y se reconocen, no en los seres que tienen delante (a veces, todo hay que decirlo, irreconocibles), sino en aquel con el que compartimos un episodio que a veces no es más que un recuerdo borroso y dudoso.
Al llegar la fiesta del patrono se le saca a pasear por las calles, no se sabe si para pedir lluvia como antaño o una subvención para arreglar el camino verde que va a la ermita. Antes se ha aireado la iglesia donde un cura foráneo vendrá a celebrar una misa para la que habrá habido que desempolvar todos los objetos de culto. Luego habrá que guardarlos religiosamente hasta el año que viene, si Dios quiere. Y Dios no lo quiera, pero si fallece alguien durante las vacaciones, todo el pueblo lo acompañará en su último viaje y todos de reojo mirarán que en algunas lápidas están grabados sus apellidos, recordándoles que allí también se encuentran sus raíces.
'La nostalgia no es lo que era', titulaba sus memorias Simone Signoret, y realmente no se sabe muy bien si es un sentimiento muy edificante, y que como un esfuerzo inútil solo puede servir para llenarnos de melancolía. Pero, en cualquier caso, servirá para darnos una referencia de lo que fuimos, somos, pudimos ser y tal vez seremos...
Hace falta tener raíces para que el árbol de la nostalgia crezca, por eso un amigo (el que va a Benidorm todos los años) no deja de decirme con envidia que le gustaría tener un pueblo para ir a revivir nostalgias por los veranos.
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