Progresa adecuadamente
Se non è vero... ·
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Se non è vero... ·
Cambien la bata por la sudadera y pregunten a su mujer en qué pueden ayudarla. Verán cómo cambia su percepción de ustedesDice una amiga mía, antigua compañera de instituto, que «ya no estamos ni pa' carne de cocido». Yo pensaba que era una exagerada, que ahora estamos en forma con el pilates y el 'spinning' y que comparados con nuestros abuelos tenemos una vida activa, dinámica ... y francamente mejorada a la que ellos debieron negociar. Pero basta que el destino te toque con la yema del dedito -esa del Dios de Miguel Ángel de la Capilla Sixtina- para que todo este pensamiento supremacista se desmorone como un castillo de naipes entre las carcajadas del público circundante.
Cuando te ocurre un incidente inesperado reparas en que un hombre no es nada, mucho menos en calzoncillos y calcetines. Sucede que mi mujer y el que suscribe fuimos a vacunarnos por tercera vez -ella una semana antes- para reforzar los anticuerpos contra el virus coñazo; y, como éramos de la peña AstraZeneca y ya no quedan existencias, esta vez nos pusieron el gin-tonic con Pfizer. Lo que ocurrió fue digno de análisis científico.
Mi mujer experimentó un subidón impresionante, como si en vez de una vacuna le hubieran inoculado un chute de adrenalina. Hasta daba saltitos por casa diciendo que le había sentado de muerte el pinchazo, cantando aquella canción del sorteo de la ONCE: «Estoy tremenda, estoy crocanti, soy el oro del Perú, llámame tiramisú».
Con estos antecedentes fui a vacunarme esta misma semana confiando en que me pusieran el mismo brebaje que a mi mujer y, efectivamente, me pusieron la vacuna de los fabricantes del Viagra, de Pfizer. Pero la reacción fue diametralmente opuesta a la de mi esposa.
A las pocas horas de pincharme comencé a sentir un abatimiento que no era normal. Sentía todas las articulaciones de mi cuerpo y parecía escuchar leves crujidos a cada paso que daba camino de casa al mediodía. Me dolían las junturas más inimaginables, codos, ijares, costillas, caderas, espalda. Pero, vistos los antecedentes maritales, no me atrevía a decirlo a riesgo de que me llamaran cagón.
Temí por un momento que mi resistencia al dolor y al entumecimiento creciente acabara por notarse en mi cara y desencadenara una reacción lógica, nada cercana a la piedad. «Es que los hombres no valéis para nada». «Teníais que parir para saber lo que es un dolor de verdad». «Funcionario tenías que ser». «Al súper a hacer la compra navideña te mandaba yo».
En honor a la verdad hay que reconocer que un hombre quejoso y lastimero, en bata o albornoz, sin afeitar, con el pelo aplastado en un lado y disparado en el otro, deambulando por la casa como un alma en pena, con las gafas de cerca a media asta, constituye un espectáculo bochornoso que ha puesto fin a muchos matrimonios. Si completas el cuadro con el espíritu pedigüeño que lleva aparejado el estatus de enfermo -Cariño, ¿me puedes hacer un zumo, que la vitamina C me vendrá bien?- puedes arruinar en un minuto una dilatada vida de pareja en común.
Creo que hasta hay jurisprudencia al respecto en las demandas de divorcio que considera un agravante la dejadez estético-higiénica del marido. Un vídeo admitido como prueba resulta demoledor ante un juez sensible que comparte el disgusto de la mujer por deber soportar a tremendo gañán pululando por la casa y arrastrando las zapatillas por el parqué.
El quid de cómo gestionar la situación para no resultar zaherido estriba en la quietud. Traten de pasar desapercibidos por muy trasegados que se sientan. No jueguen la carta del enfermo incomprendido. Limítense a trabajar en el don de la invisibilidad. Desaparezcan del paisaje visual de su pareja. Y, por Dios, dejen de quejarse y de lloriquear. Sólo conseguirán dar lástima. Y de ahí a dar por saco sólo media un pelo. Un pelo entre ustedes y el abismo, por supuesto.
A veces se nos olvida que las ventosidades y otros tics escabrosos de los que mejor no particularizar no constituían un bien ganancial en el inicio de nuestras relaciones. Y que las miserias no deben socializarse a riesgo de desencadenar reacciones primarias del ámbito animal que hasta hoy podrían resultarte inimaginables.
Hay líneas que no deben traspasarse, por eso uno de los mejores consejos que se puede recibir para preservar la longevidad de la vida en pareja es el de procurar no compartir el mismo baño a partir de los primeros diez años si es posible. El exceso de contacto visual deja de sumar para pasar a sobrecoger una vez superadas las calenturas de los años iniciáticos.
Hace tiempo que llegué a la conclusión a la que arribó años antes que yo un amigo mío. Una exhortación que les animo a seguir si la situación se pone complicada y amenaza ruina matrimonial inminente:
- Estoy tan jodido que si mi mujer se va con otro, me voy con ellos.
Así que dejen de hacer el ridículo y abandonen los melindres. Tatúense un ancla en el bíceps y que le den a la vacuna y sus efectos secundarios. Cambien la bata por la sudadera y pregúntenle a su mujer en qué pueden ayudarla. Verán cómo su percepción sobre ustedes cambia y mejora la situación.
He de decirles que yo lo hice. Y me tiré planchando toda la colada de las navidades. Acabé con la espalda hecha polvo y con malestares diversos a lo largo y ancho de toda mi geografía corporal. Pero con la satisfacción del deber cumplido y de despedir el año dándole otra oportunidad a nuestra relación de pareja.
No piensen que ellas no se apuntan los detalles pese a que finjan indiferencia, porque lo hacen. Yo pensé que mi esfuerzo y mi compromiso eran en vano, hasta que cuando brindamos el 31 de diciembre con la última campanada, me miró de un modo en que sólo los césares miraban a los gladiadores abatidos sobre la arena del circo, y me dijo:
- Valoro tu esfuerzo, cariño. Progresas lenta pero adecuadamente. Tienes otro año de prórroga.
Y aquí estamos, plancha que te plancha haciendo méritos.
Alguien dijo que la madurez es cuando dejas de quejarte y de excusarte, y comienzas a hacer cambios. La vejez, por el contrario, llega en el preciso momento en que sientes que eres incapaz de dejar de acumular manías y repites que no tienes edad para cambiar. Estás muerto.
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