No sé si están al tanto de las cartas explosivas enviadas a las embajadas americana y ucraniana, además de al Palacio de la Moncloa, al Ministerio de Defensa y a otras instancias. Hoy sabemos que nuestro 'Unabomber' hispano nació en 1949. Tras el pertinente alumbramiento, ... y cuando la matrona lo depositó en los brazos de su padre, éste, transido de emoción y mirando la carita rubicunda de su vástago con infinita complacencia, susurró reconcentrado como para sí: -Este niño tiene una cita con la gloria. Te llamarás Pompeyo.
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La madre, alarmada ante los desvaríos que escuchaba proferir a su esposo, terció sin éxito para que al niño lo bautizaran con el nombre de su abuelo materno Matías, un santo varón al parecer. Pero sus requiebros fueron desoídos por aquel marido que gozaba de la patria potestad y de la capacidad legal por tanto para inscribir al niño en el Registro Civil.
Suyo, y de nadie más, sería el derecho a nominar a aquel infante para el que presumía todo el poder y la gloria, por siempre, señor. Y contra todo pronóstico, aquel niño nacía para emular las victorias de Pompeyo el Grande junto a Sila, en Italia, Sicilia, África e Hispania, y para limpiar el Mediterráneo de piratas cilicios. Así que, frente a las débiles protestas de su madre, finalmente nuestro neonato sería inscrito por su progenitor con el nombre de Pompeyo en las oficinas de los juzgados.
Ciertamente el padre no iba desencaminado en su presunción de que Pompeyo alcanzaría la gloria. No en su juventud ni por sus victorias militares exactamente. Nuestro mirandés universal, por el contrario, habría de esperar toda una vida, hasta cumplir setenta y cuatro primaveras, para entrar por la puerta grande en los anales de la fama esposado a las puertas de su casa por los agentes del Cuerpo Nacional de Policía, en el barrio de La Charca, en la ciudad burgalesa de Miranda de Ebro.
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Hasta entonces, había debido soportar una vida prosaica y anónima, trabajando para Osakidetza y para el Ayuntamiento de Vitoria, anhelando ese momento de gloria de la que su condición de funcionario le privaba injustamente. Algo se le debió pegar de los cristos permanentes que por esa institución se ventilan tan a menudo. Para que luego digan que la vida del funcionario es tediosa y aburrida.
En todo caso, debió aguardar tenazmente hasta la jubilación para sumergirse en las redes sociales y los chats conspiranoicos de la web y poder surcar al fin aquella nueva realidad que había estado esperándole durante setenta y cuatro largos años. Su cita con la gloria se iniciaba por fin, tras huir del mundanal ruido.
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Buceaba en Facebook y en internet como un poseso emulando sin saberlo a Alonso Quijano antes que a Pompeyo. «Se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio, y así, del poco dormir y del mucho navegar, se le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio». Y se convirtió en devoto de la nueva Rusia y de su líder Vladimir Putin, añorando los viejos tiempos del esplendor soviético.
Por la cabeza de Pompeyo aún rondaban el día de su detención los ecos de sus acciones en los medios de comunicación. La CIA, la Interpol, la OTAN, la Guardia Civil y la Policía Nacional iban tras sus pasos. La policía de medio mundo perseguía sombras y hablaba de espías rusos, de agentes infiltrados del extinto KGB, de células durmientes activadas desde Moscú.
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Incluso el influyente The New York Times apuntaba al Movimiento Imperial Ruso –un grupo de ultraderecha con vínculos con los servicios secretos del Kremlin–, como presunto responsable de los envíos de cartas explosivas en España a diversas autoridades y centros oficiales, citando fuentes de la administración norteamericana. Pompeyo, estupefacto, gozaba de la atención mediática que el envío de sus paquetes explosivos a diestro y siniestro había causado. ¡Se iban a enterar de lo que era capaz este jubilado! –Y viva Putin, «me caso en Soria».
Pero no. No se trataba de radicales rusos, ni espías ni asesinos despiadados del batallón Wagner, ni tan siquiera del espíritu redivivo de Rasputín. Este miércoles se descorría por fin la cortina del misterio para revelar la cruda realidad. El mensajero de los paquetes explosivos era un septuagenario, exfuncionario del Ayuntamiento de Vitoria y pensionista, para más inri. Por nombre, Pompeyo G.P.
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En su defensa diremos que nuestro Pompeyo no finiquitaría sus días traicionado y cosido a puñaladas como su histórico predecesor romano. Mejor tratado, en todo caso, acabaría siendo conducido a las dependencias policiales, cariacontecido, abrumado por las sirenas y cautivo y desarmado por los agentes del ejército enemigo, una vez localizado y obtenidas las pruebas de su delito.
Dice el principio de parsimonia, también conocido como la navaja de Occam, que en igualdad de condiciones, la explicación más simple suele ser la más probable. En el caso de nuestro 'Unabomber' no ha sido así. Porque cuando todos seguíamos la pista rusa que conducía al autor de las cartas bomba, nos topamos con don Pompeyo en Miranda de Ebro, para estupefacción de propios y extraños.
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No me digan que no es de traca que estas cosas sigan ocurriendo en el solar patrio que compartimos, donde suceden fenómenos tan pintureros que despistan hasta a los investigadores estadounidenses tan avezados en el CSI y en la investigación criminal.
Resulta enternecedor que pillaran in fraganti a nuestro funcionario municipal del Ayuntamiento de Vitoria que, siendo capaz de fabricar explosivos, no le alcanzó el magín para comprar los sellos en estancos diferentes y no ser rastreado su origen.
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Y es que en nuestro Ayuntamiento de Vitoria al alcalde saliente no le dejan tranquilo ni el último semestre con tanto lío municipal. Después de las encuestas y la casa desaparecida en Foronda ya solo le faltaba a Urtaran lo de Pompeyo. No está bien pagado lo de ser primer edil.
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