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Antes, mucho antes de que sus móviles baratos conquistaran nuestros bolsillos. Antes, mucho antes de que sus imitaciones descacharrantes, coloridas y plastiqueras llenaran los bazares. Antes, mucho antes de que sus pingos de poliéster se hicieran un hueco en los armarios a costurón limpio. Antes, ... mucho antes, exportaron al mundo la delicadeza en un cuenco, la exquisitez al plato. Sirvieron la finura en bandeja. Tzu, la llamaban ellos allá por el tropecientos antes de Cristo. Dicen que los chinos empezaron a trabajarla en el Paleolítico, pero los estudiosos mantienen que fueron los de la dinastía Han los que le sacaron lustre a la porcelana, la fina y opulenta porcelana.
Para ellos, el caolín era el hueso. El feldespato, la carne. Y de aquellos polvos, estos lodos. Esos mismos a los que da forma la ceramista Inés González de Zárate en su estudio de la Correría. Aquí, en este tallercito de raro y modesto encanto, iluminado con una luz tirando a mortecina, crea la artista sus rotundas piezas de porcelana y gres negro de alta temperatura, tan frágiles como hermosas. Tan enigmáticas como vanguardistas.
Hace tiempo que ya hizo quebrar en mil pedazos cortantes la rutina del trabajo. Ahora, sin la presión del horario, por puro placer, la artista se dedica a dejar volar su imaginación arcillosa en esta lonjita en la que recibe al visitante con un escaparate que ya se ha convertido en un símbolo de la zona, con ese lienzo enorme, de color rojo casi bermellón, que parece un Rothko a medio terminar.
El interior está cubierto por una finísima capa de polvo arenoso, que embadurna cada rincón y lo impregna hasta crear una extraña pátina de belleza sucia. Nada está dispuesto para resultar estético, todo se reduce a lo estrictamente funcional. Y, sin embargo, en esa forma anárquica de acumular las piezas, en ese aparente desorden, en ese superficial desbarajuste, se intuye un destello conmovedor: cada cachito de cerámica, cada pedacito de gres, es a su vez un trozo de la vida de la artista, que anda estos días enfrascada en preparar una exposición colectiva que se podrá ver en la sala de la Vital.
En unas estanterías metálicas se acumulan todos los materiales que utiliza Inés. Allá arriba, en los estantes superiores se guardan tarros con unas pegatinas que delatan su contenido: criolita, pegmatita, dolomita... todas hechas polvo, como si un geólogo se hubiera dedicado a pasar una colección de minerales por el túrmix. Más abajo, se encuentran los botecitos con esmaltes industriales y esos óxidos (de estaño, de cobre, de manganeso...) con los que la artista juega a soñar colores para embellecer, todavía más, un material tan noble.
Uno imagina la porcelana en su estado primigenio, antes del plato, antes del jarroncito, antes de la figurita, como... como... Bueno, la verdad es que hasta llegar al estudio de la afable Inés uno no tenía ni idea de cómo repámpanos era la porcelana «madre». Ella la conserva en un saco de plástico anudado para que no le entre el aire. Dentro, una sustancia informe blanquecina, con más consistencia de argamasa que de blandiblú, que al tacto recuerda a una masa de pan.
Y lo cierto es que su forma de trabajar el material no se diferencia tanto de la de un maestro panadero. Lo suyo está bastante lejos de esa escena tan cursi como supuestamente erótica en la que Patrick y Demi le daban al torno. Aquí, fantasmadas las justas. Inés agarra un rodillo grandote de madera para dar forma esa cerámica que, después, cocerá en un hornito que alcanza los 1.200 grados. La temperatura exacta del talento. A Inés, la creatividad todavía le arde.
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