Una vez más recordamos, ayer 21 de junio, el impacto que la Batalla de Vitoria dejó grabada en la Historia y que, por más que la evoquemos, no dejará nunca de sorprendernos y de preguntarnos sobre el 'por qué' tuvo que ocurrir aquella inmolación de ... tanta gente inocente. La multitud de viudas, huérfanos, familias arruinadas, poblaciones diezmadas en aras de un interés personalista no se pueden quedar sepultadas en el olvido. El olvido es destructivo. Y lo que es peor, en la medida que lo vayamos asumiendo nos ponemos en la antesala de poder volver a repetir lo ocurrido. A consecuencia de este olvido la ambición del ser humano tiene vía libre para resurgir en todo su esplendor.
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Tanto la Batalla de Vitoria, como cualquier otra situación bélica, conviene tenerla siempre presente porque ese nivel de destrucción y de irracionalidad somos capaces de repetirlo quienes nos consideramos seres dotados de inteligencia. Así lo entendieron los que hace pocos días rememoraron el inhumano desembarco de Normandía o la sangrienta batalla de Waterloo, dos acontecimientos históricos repletos de destrucción que no deben caer en el olvido.
Con esa intención Ángel Albéniz Gauna, 'Peruchico', dejó descrito en sus 'Glorias babazorras' las acciones de la 'resistencia' vitoriana que en número de 403 individuos desquiciaron a las huestes de Napoleón. Un 'monumento de papel' que debería ser replicado en piedra. La 'resistencia' habida en el París ocupado nos puede dar las claves del recuerdo.
Es llamativa la denuncia que en 1869 hace el explorador y reportero Henrry Stanley en el periódico 'The New York Herald'. Tras visitar el campo de batalla se percata de que no existe ninguna lápida que recuerde la sangre derramada por «miles de jóvenes» en aquel terrible día, no existe nada que «recuerde el lugar donde cayeron», nada que deje constancia de la «insignificancia de morir». La denuncia se completa manifestando que, si el valle del Zadorra es tan fértil, con abundancia de cereales, con radiante vegetación y con prósperas granjas es debido a que «ha sido regado con la sangre roja» de miles de combatientes, a los que se les ha condenado al olvido más cruel.
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Aquél «día de desolación y dolor» quiso Arturo Salazar en 1898 que se transforme en día de oración «por todos los que yacen bajo el polvo de los paseos… (por que) hoy son nuestros huéspedes y con ellos hemos de resucitar». Para que no caigan en el olvido propone levantar un altar en la «gran plaza de Vitoria» para que una vez al año se «pida a Dios por todos», tanto amigos como enemigos.
El emblemático monumento de la plaza de la Virgen Blanca que lleva incrustada la fecha del «13 de junio de 1813» constituye el elemento fundamental para no condenar al ostracismo el episodio que Wellington calificó como «memorable acontecimiento, a que se debe la libertad de la península, y en gran parte la de toda Europa».Teniendo en cuenta que la guerra es la peor expresión de la violencia, Guillermo Elio alcalde de Vitoria, dedicó el 4 de agosto de 1917, día de la inauguración del monumento, un alegato a la paz en el discurso inaugural recordando que coronando el monumento se encuentra el ángel de la Victoria y de la Paz. P=or lo que este monumento no recuerda una guerra sino la paz, remarcando que sería un honor dar un abrazo de hermano al representante del pueblo francés, si hubiera sido posible que asistiera a este acto (se lo impidió la Guerra Mundial). Es un hecho que la Historia ayuda a no olvidar que la ambición desmedida es el motor del desastre.
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