La plaza de la Virgen Blanca vacía el 4 por la tarde. Rafa Gutiérrez

Lo que la pandemia se llevó

Mobiliario humano. Este año tampoco se toca ·

La plaza de la Virgen Blanca lució hermosa, como siempre, la tarde del 4 pero sin el gentío de figurantes que jalean al prócer de nuestro júbilo autóctono

Lunes, 10 de agosto 2020, 02:03

No puedo evitar ni quiero regocijarme una y otra vez, cuantas hagan falta, en la postal espléndida de la Virgen Blanca. Lo mismo solo y para mis adentros que cuando me corresponde ejercer de anfitrión y mostrar la sala de estar vitoriana a los 'forasteros'. ... Supongo que me repito como el ajo horas después de consumirlo al insistir a los visitantes que eleven sus ojos hacia los miradores hermosos de la plaza. E imagino que me reitero igual que la cebolla se manifiesta en el paladar al tiempo de comerla en mi manía de eliminar virtualmente el monumento vertical a la Batalla decimonónica para despejar las líneas de fuga hacia la hornacina de la patrona.

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El martes pasado debía de admirarse el céntrico enclave repleto de gentío a través de pupilas dilatadas de emoción y amplificada la imagen por fotografías y cámaras televisivas de orígenes diversos. Pero en un acto de responsabilidad colectiva, bien apoyado por las coercitivas medidas policiales, la dependencia mayor de Gasteiz era un decorado magnífico y vacío, ayuno de figurantes pegados hombro con clavícula para mayor bacanal romana del coronavirus en el caso de no haberse decretado la suspensión -sensatez obliga- de las fiestas. Fue como alzar el telón del teatro y descubrir un escenario bello pero inerte, trufado de la calma y la quietud ante la anormalidad sanitaria que impone el veto al descenso de Celedón. Esta vez sin casa nueva. Y a falta de balcón, las terrazas y miradores desde los que se proferían los júbilos amortiguados de un ciclo que pasará a la historia entre las cejas arqueadas del paréntesis. El que la pandemia se llevó.

Siempre he pensado que más que una secuencia del autóctono Juanma Bajo Ulloa o de otras reuniones tumultuosas, la bajada del icono festivo se ajusta como el guante de la talla precisa a la mano en una cinta del maestro Berlanga o del también singular José Luis Cuerda. Esas estampas de ágoras públicas llenas de personal hasta la bandera que jalean al prócer en cuestión o proclaman lemas surrealistas para mayor regocijo de un público amante del ingenio. Y resulta que a las seis de la tarde, horas antes del atardece que no es poco, la plaza local por antonomasia presentaba a un ertzaina de mascarilla embozado delante del seto turístico de Vitoria-Gasteiz, los miradores que no me canso de escrutar, el recuerdo de la derrota napoleónica, la arquería preciosa de San Miguel, otros dos guardias municipales al fondo y paren ustedes de contar. Hermosa como siempre, extraña un 4 de agosto como el vientre de los misiles que canta Sabina.

Admito mi querencia a las goitiberas porque reparo en los privilegiados que las ven desde el palco noble de Los Arquillos

Y a partir de ese vacío existencial, todo el programa ya anulado que hubiese caído con el efecto de las fichas del dominó. Desde los personajes variopintos y trashumantes que otorgan carta de naturaleza a las fiestas hasta esa cartesiana distribución de las jornadas para acentuar protagonismos diversos entre el 4 y el 9. Ya el mismo día del Chupinazo por la mañana recibí algún mensaje sobre Celedón con emoticono de lágrima incluido y qué decir del 'Feliz Día de La Blanca' sin degustar esa mañana maravillosa que representa para los de aquí la fecha concreta de la matrona. Claro que recuerdo el 7 dedicado a los txikis que conforman la cantera de las neskas y los blusas futuros y, muy especialmente, el 8 que rinde homenaje a la veteranía incombustible. O el ascenso del ídolo a su cuarto alquilado en la torre de San Miguel esa noche que parece proclive a acostarse antes y acaba uno saludando desde la calle al alba.

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Pero déjenme que les muestre mi querencia al descenso de goitiberas (día 6) San Vicente abajo, cuesta en el mismo sentido y curva de no te menees en Olaguíbel. Por acto divertido y ya clásico a pesar de su bisoñez y, fundamentalmente, porque mira uno a los privilegiados que ven la carrera desde el palco noble de Los Arquillos y vuelve uno a reparar en la hermosura que ideó el mejor alcalde de Vitoria. Con permiso de José Ángel Cuerda, naturalmente.

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