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Impresionante, admirable… No me he vuelto el animador del circo con el micrófono en el centro de la pista. Me refiero a la cascada de adjetivos calificativos del género elogioso que sacudían el ánimo de los espectadores el jueves por la tarde al contemplar la actuación del ilusionista Sergi Buka en el escaparate de la librería Arlekin. El tipo es un virtuoso de las sombras chinescas que proyectan sus manos imitando el beso de los amantes, el grito de la tribu india, el júbilo de un perro o la silueta de esos conejos que suelen aparecer en las chisteras. Soberbia su pericia digital, la habilidad de toda la vida en los liberados de la torpeza, distinta a ese otro significado que alude a las nuevas tecnologías con la informática del 'corta y pega' y sus embarazosas consecuencias personales.
A la breve actuación del forjador manual de imágenes asiste un público variado que encabeza por delante la chavalería. Y entre ella se encuentra el Messi infantil de turno con su elástica azulgrana, el Cristiano de costumbre con la zamarra blanca anterior a su éxodo italiano y un crío anónimo vestido del Glorioso. Quizá el chico encarna la metáfora que explica la fortaleza de un junco aparentemente frágil como el Deportivo Alavés. No hay apellidos concretos en su espalda como prueba de que también sin el destello cegador de las figuras puede construirse un bloque desde el campo hasta la grada. Bueno, que me pierdo, que vengo a rendirme una vez más ante Olaguíbel y sólo quería utilizar la semana de los trucos para ensalzar la magia del gran urbanista de Vitoria.
Lo reconozco. No puedo evitarlo ni quiero. Me confieso hincha del hacedor supremo de la capital alavesa porque, desde mi ignorancia arquitectónica, quedo maravillado por la forma estética de resolver un desnivel de aúpa entre la vieja colina y el Ensanche necesario para descerrajar la capital. Una exposición en el centro cívico de Zabalgana muestra estos días qué poco ha cambiado, en fisonomía, la médula que enseñamos a gusto cuando nos visitan. Por mucho que algunos rincones hayan evolucionado con el tiempo, apenas cuesta reconocer las líneas estructurales de las dos plazas y el inicio de las calles donde se asentaban los gremios, la cuesta del Banco de España, la calle Mateo de Moraza entonces empedrada o Postas a la altura de la plaza que rinde tributo a los Celedones de Oro.
Y, sin embargo, qué distinto el paisanaje entre aquellas imágenes pretéritas y el híbrido humano de hoy en el salón de estar de Vitoria. Lugar conocido como feudo propicio de curas y militares y, a falta de soldados, las fotos reunidas certifican la presencia abundante de la Iglesia a través de representantes de alta graduación ataviados con sus ropajes excesivos en marchas procesionales como la de San Prudencio.
Dos mujeres, una en los cincuenta -año arriba o abajo- y otra camino de los setenta, repasan por la técnica del diálogo la historia de la ciudad delante de cada imagen. Miran y evocan, ven y reviven. La exposición se ha montado para comprender que la obra de Olaguíbel es como un recinto de soportales y aire libre donde el personal vive en común. Sobresale la Plaza de España como albergue de manifestaciones sociales distintas: Eduardo Dato presidiendo un homenaje a la vejez dos años antes de su asesinato, acogiendo la caravana ciclista de 1957, suelo de ajedrez viviente, sobrevolada por Celedón en 1966, con carros tirados por caballos, el predecesor del Gargantúa allí con las fauces abiertas y como sede del popular barquillero.
Si les apetece asistir a un contraste vayan a ese templo postmoderno de la ciudadanía que es el centro cívico. Acudan a ver el corazón casi inmutable de la Vitoria formal que se marchita por cuestiones de la edad en un barrio nuevo donde las voces agudas rasgan el aire en los parques mientras quienes las engendraron apuran los estertores del verano sentados en las terrazas del distrito Oeste. Merece la pena. O la dicha.
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