De óxido y hueso
Efectos espaciales ·
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Las radiografías tienen algo de inquietante. No tanto por esa ceremonia aséptica a la que te tienes que someter cada vez que te hacen una. Impone muchísimo ese aparato. La bata. La soledad en penumbra. Y, a cada zumbido, el hipocondríaco casi visualiza los ... tumores radiactivos brotándole de los tejidos blandos como hongos en otoño. No, no es por eso. Lo más sobrecogedor llega en el momento de recibir los resultados, esas láminas negras que los médicos miran al trasluz. En esas sombras blanquecinas, en esas formas amorfas, uno es capaz de escudriñarse por dentro, tan frágil, tan vulgar. Todo tú comprimido en una simple estructura emborronada. Algo así, aunque quizás de una forma muy remota, sientes cuando te ponen ante las esculturas de Ernesto Knorr. Sus obras reducen todo un universo creativo a lo geométrico, a lo esencial. Al puro hueso. Carcomido por el óxido.
Frente a talleres y pabellones abandonados. Entre trasteros, en una especie de callejón, en uno idéntico a esos donde se graban programas adictivos de 'Empeños a lo bestia', en un sitio tan sugerente, tan brutal, que parece un decorado de comedia romántica americana: cuando hay una ruptura, casi siempre hay una mudanza y un almacén donde se acumulan los gozos acartonados, las decepciones embaladas y los sentimientos, hechos añicos, cubiertos de papel de burbuja. Recorres ese sitio, con sus persianas de color bermellón, sus tejados de chapa, y te preguntas cuántos secretos guardarán. ¿Habrá algún cadáver momificado entre colecciones de dedales y pilas amarillentas de guías telefónicas?
Entras aquí y piensas que se trata de un sitio tirando a cochambroso. Con sus suelos desgastados, rozados. Su luz de fluorescente. Con esos bloques metálicos con aspecto de pesar quintal y medio pero que, en realidad, son bastante livianos. Huecos. Repasas el espacio y la vista se posa en una canasta desvencijada, atornillada a la pared, que le encesta a la nada. Un ciclomotor viejo.
Parece un lugar más propicio para cambiarle el aceite y revisarle la junta de la culata a un Ford Capri del 82 que un espacio abonado para la creación artística. Allí resuena y brilla el chisporroteo de la rotaflex al morder el metal, con miles de pequeños destellos centelleantes, que recuerdan a esas bengalas que en los 'dinner' yanquis más horteras sacan cuando pides un 'banana split'. Lo instintivo es protegerse, ponerse a salvo. Pero la perrita del artista está más que acostumbrada al ruido ensordecedor de la máquina. Para ella, parece un ronroneo.
En una especie de parte de atrás, en una 'rebotica' del atelier del escultor, al calor de una estufita de queroseno, andaba estos días Ernesto enfrascado en un encargo: los premios para un colegio de ingenieros. Todos idénticos y a la vez distintos por obra y gracia de una contradictoria manufactura industrial. Resulta hipnótico verle trabajar con esa minuciosidad en un extraño ejercicio de artesanía en cadena.
En la mezanina, como una especie de palco privilegiado que se asoma al taller del escultor, una muestra de su progresión, con chapas abolladas de colores incrustadas en formas angulosas. Y debajo, un banco de herramientas sencillo: algún martillo, unas tenazas, alguna escuadra, sierras de distinto calibre y brochas para aplicar ese ácido que corroe el metal, para hacer que supuren sus partículas elementales. Hasta el puro hueso.
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