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Ortiz de Elgea, emoción ante el paisaje
El sfumato ·
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Se trata de una de las anécdotas más deliciosas en la historia del arte alavés; hasta la fecha creo que todavía sin escribir o escasamente divulgada. La protagoniza un jovencísimo pelirrojo Carmelo Ortiz de Elgea cuando a finales de los cincuenta, en el viejo Linacero, ... visiona un libro con las reproducciones de los cuadros más afamados de Van Gogh. En aquella contemplación -auténtica epifanía- no pudo por menos que mostrar su ingenua y alborozada sorpresa de mozalbete: «Ahí va, pero si este tío pinta parecido a mí». Efectivamente no iba desencaminado el gran 'enfant prodige' de la pintura vitoriana de todos los tiempos.
Si la emoción de un paisaje a través de la interpretación colorista del pintor -o sea, la valoración de cualquier rincón cotidiano- adquiere ya plena significación en el arte contemporáneo, entonces la emoción visual es válida por sí misma para transformar cualquier objeto de interés en sustancia pictórica. Intuitivamente, autodidactamente, asilvestradamente, Carmelo Ortiz de Elgea lo sabía. Lo intuía. La intuición como algo más exacto que la certeza, más allá de conocimientos aprendidos o todavía por adquirir con el tiempo y la experiencia.
Y en ello está, en ello prosigue Carmelo en esa relación íntima y directa con lo que le rodea. Así las estimulantes veinte obras expuestas en Zuloa: salvo un asunto de bodegón -de interesantes proporciones-, paisajes considerados desde un punto de vista exclusivamente pictórico que no necesitan identificación topográfica. No es necesario ni imprescindible; sean temas de costa, de montaña, de bosque, paisajes nevados, de rocas y acantilados, etcétera. Son todos escenarios con una unidad en el motivo genérico, pero con una diversidad específica en la manera de expresarlos.
Paisajes que reclaman con insistencia la necesidad de una transformación. En vivencias y recuerdos, formas visuales que son puro deleite.
Ese situarse delante del paisaje de manera directa, impulsiva y prolífica, con una satisfacción total, que es autosuficiente, determina que presuma Ortiz de Elgea ufanamente de no interesarle modas ni modismos. Y sin soberbia alguna. Lo natural se impone en él: sus acentos más personales. Sus estímulos actuales, como antaño, cuando niño, le place rotundamente sin necesidad de forzar por ello trayectoria ni estilo. Y es lo que desea transmitir también al espectador. Orgullosamente.
En la contemplación del paisaje, pertenezca éste al lugar que sea, sea cual fuere la geografía, en esa interpretación personal, fascinantemente subjetiva, encuentra siempre los retos más constantes y atrevidos: sus climas, sus colores, la temperatura adecuada, que es la suya propia, para plasmar naturalezas, instintos y ritmos. Y todo con una paleta variada, que es libérrima, para inducir unas estructuras compositivas que coinciden en sus vibraciones con escalas cromáticas en justicia acreedoras a sus sensaciones y emociones frente al paisaje. Es lo que refleja y lo que vale.
De todo esto encontramos en la muestra actual, el gran colorista que es Carmelo Ortiz de Elgea en su comunicación directa con la naturaleza y sus diferentes realidades: realidad figurada que es transfigurada por las modulaciones más espontáneas y enérgicas como pintor. Colores sueltos y expansivos que no están unidos al volumen de las cosas, a los contornos, a la perspectiva, como a la pulsión fiel y continuada de un trabajo que es más bien esfuerzo pasional hacia la expresión interiorizada de un prolífico ejercicio profesional. Tanto hoy como ayer.
Obras: 20 pinturas. Lugar: Librería Zuloa, calle Correría, 21.Hasta cuándo: 19 de marzo.
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