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Es como ponerle dos pistolas a un ángel, o algo parecido creerán los más fundamentalistas. Cuanto más se conserve la pureza y menos se mezclen las costumbres entre culturas, mejor. Así todavía es motivo de discordia el árbol de Navidad entre los ortodoxos ... ultras. Que debe permanecer alejado de las representaciones conmemorativas más genuinas de estas fechas, sostienen. Así, de tal manera, el caso ocurrido hace ahora cuatro años. Un rabino de Jerusalén resucitó la vieja polémica arrinconada en las telarañas de la historia cuando una residencia de estudiantes en la Universidad de Tejnión, sí, allá en Israel, decidió instalar el típico abeto como decoración festiva.
La campaña en contra de este adorno simplemente no se quedó ahí, sino que resultó virulenta. Los ecos de aquella propuesta, extemporánea a todas luces, se propagaron a los hoteles y principales centros turísticos del país para que retiraran también estos ejemplares arbóreos de sus recepciones y salones. Que tales presencias atentaban contra el decoro; era dar pábulo a una tradición deudora que anclaba sus raíces en el paganismo. Pero la embestida quedó en 'arranque de caballo y parada de burro'. Afortunadamente desde algún tiempo conviven en feliz armonía los belenes y nacimientos de clima oriundamente mediterráneo con los abetos y los pinos de procedencia en origen, efectivamente, mucho más brumosa y septentrional.
Son fechas éstas, como sabemos, de significaciones simbólicas: de estrecha comunión, antaño, con los ciclos y ritmos de la naturaleza, con ese sol 'sistere', detenido, o sea, el solsticio de invierno. Con los días cortos y las noches largas, el verde, por supuesto, representa esperanza, por eso mismo, vida. Así las plantas y árboles de hoja perenne adquieren más que nunca un inusitado protagonismo al simbolizar la renovación permanente de la naturaleza, su persistencia y fuerte enraizamiento en condiciones climatológicas adversas.
Si el color rojo en el mundo vegetal y animal significa por lo general mucho peligro, cuidado o precaución -de ahí este color utilizado para las señales de prohibido pasar, por ejemplo-, el verde es el signo de la vida de la naturaleza y escudo protector contra las adversidades y maleficios. Así, el boj, el enebro, el acebo, el muérdago y cómo no el pino y el abeto, especies entre otras a las que los pueblos precristianos dotaban de cualidades animistas. Aquellas gentes paganas, al no dominar los conocimientos científicos y racionales sobre los fenómenos de la naturaleza, pensaban que en cada objeto de la naturaleza se ocultaba un espíritu invisible que controlaba ese mismo elemento. Había deidades, grandes y pequeñas, a las que se les atribuía poderes sobrenaturales y que habitaban en los rincones de cualquier paraje natural: bosques, montañas, cuevas, lagos, etcétera.
De tal suerte, mientras la mayoría de árboles perdían sus hojas, los pinos y abetos mantenían su esplendor y gracias a esos atributos tan perennes sobre ellos nacieron relatos y leyendas hasta adquirir matices sagrados que eran igualmente mágicos. Durante largo tiempo, una cosa conllevaba la otra. En los árboles vivían, por tanto, diferentes divinidades, de ahí que fueran venerados y adornados. Será a partir del siglo VIII en un primer proceso de evangelización del centro y norte de Europa cuando el Cristianismo pose su mirada en este tipo de árboles de hoja perenne y 'mutatis mutando' proceda a cambiar sus primitivas significaciones de idolatría, paganas y animistas, para acercarse a la idea de estos árboles como representación simbólica del nacimiento de Jesucristo.
El pino o abeto como árbol de la vida, como árbol simbólico del paraíso que al no ser el manzano sobre el que se cobijaron Adán y Eva, y sin sus frutos naturales, se vestían, se adornaban con esas manzanas que recordaban a las tentaciones, con dulces y piedras pintadas, también con velas en relación a la luz de Cristo o con lazos como símbolos de unión y confraternización. Todo ello, evolucionado, daría con los siglos al origen de los actuales adornos navideños. Otra simbología: la forma triangular de las copas de los abetos y pinos se asociaría con la Santísima Trinidad.
A mediados del XIX, en Alemania primero, posteriormente en las Islas Británicas con el estímulo propagandístico y muy longevo de la reina Victoria y de su marido alemán Alberto de Sajonia-Coburgo, la adhesión a estos árboles para las fiestas de Navidad se hará manifiestamente pública desde 1848. Comenzará a acusarse esta influencia y estos gustos a principios del XX en Norteamérica. En suelo peninsular se maneja la fecha de 1870 para la introducción del primer árbol de Navidad en Madrid. Se atribuye a una aristócrata rusa, Sofía Trubetskaya, esposa del duque de Sesto, tal iniciativa. Tres años antes, la emperatriz-consorte de Francia, esposa de Napoleón III, la española Eugenia de Montijo, había hecho ya lo propio en París.
Si en alguna geografía alejada de la nuestra, y entre grupúsculos, surge a estas alturas la osadía de convertir el árbol de Navidad en un motivo de conflicto por sus orígenes remotos y paganos, ya es tal prédica un sinsentido. Está asimilado perfectamente en las tradiciones navideñas. ¿O no? Incluso para los que les encanta desafiar los tópicos.
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