Óleos sagrados
Una serie de lugares de trabajo tan o más especiales que sus dueños ·
El artista Carlos Marcote eligió la antigua iglesia de Bolívar, un diminuto concejito a las afueras de Vitoria, para vivir y crear bajo una bóveda de cruceríaSecciones
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Una serie de lugares de trabajo tan o más especiales que sus dueños ·
El artista Carlos Marcote eligió la antigua iglesia de Bolívar, un diminuto concejito a las afueras de Vitoria, para vivir y crear bajo una bóveda de cruceríaAquí no se reparten hostias. Pero frente a la puerta de entrada, no sabes si toca llamar al timbre o santiguarte. La cruz del campanario se ha sustituido por una antena parabólica y donde estuvo el pórtico hoy hay tiestos con geranios, una mesita de ... jardín y hasta una de esas hamacas de tela que invitan a una buena siesta veraniega. Este sitio dejó de ser sagrado hace tiempo, pero para sus dueños ya no puede serlo más. Al fin y al cabo, no puede haber nada más sacrosanto que el hogar. O puede que sí. Porque si el estudio de un artista siempre despierta un respeto sacramental, aquí, con más razón. Este es un templo de la pintura.
Los artistas Carlos Marcote y Lourdes Vicente eligieron la antigua iglesia de Bolívar, un concejito diminuto del este de Vitoria, para vivir y crear. Reconstruyeron la nave para celebrar sus homilías cotidianas, reformaron la cubierta para oficiar sus eucaristías de andar por casa y restauraron esa bóveda de crucería que no, no será celestial, pero sí consigue desplegar toda la divinidad con sus nervios de piedra. Justo aquí, en una suerte de mezanina, donde quizás otrora levitaba el coro de la vieja iglesia, los pintores reservaron un lugar para su estudio, uno de esos espacios más oníricos que reales, donde cualquier artista mataría por trabajar.
Tiene algo de raro sacrilegio ver al pintor aquí, frente al caballete, fumando, llenando el cenicero a su ritmo al tiempo que sostiene el pincel. Marcote está en su casa, en su estudio y, aun así, parece que tiene muy asumido que, en el fondo, aquí no es más que un intruso. Que el espacio le trasciende. En un sitio así, tan singular, nunca dejas de ser un visitante. Ya puedes llenarlo con tus cosas y tus recuerdos familiares, ya puedes cubrir cada rincón con la pintura de lo cotidiano, que hasta lo más prosaico se vuelve ceremonioso. Como si aquí siempre fuera día de guardar.
En las paredes de piedra sólida sólo se abre un ventanuco pequeñísimo. Toda la luz que ilumina el estudio de los artistas proviene de unos focos industriales, con haces neutros, de temperatura tibia. Alrededor del templo se tienden campos de patatas ¿o son remolachas? y arboleadas imponentes. Sin embargo, desde el estudio, a falta de un buen ventanal, la única forma de divisarlos es a través de los lienzos de Marcote. Porque su técnica, de un virtuosismo apabullante, hace que la realidad sea todavía más real de lo que es.
En una cómoda, donde descansa un viejo sacapuntas Sanford Chicago, uno de esos de manivelita, los pintores guardan óleos y acuarelas. En cada cajoncito, tubitos estrujados de la marca Rembrant, cremosos, espesos, con colores con nombres tan sugerentes como savia verde, blanco titanio, marrón Van Dyck, amarillo cadmio claro, cinabrio verde oscuro y sombra de la tierra quemada, que probablemente sea la descripción cromática más hermosa que pueda haber.
Y los pinceles, guardados en un bote vacío, igual que se conserva un ramillete de flores frescas, como un raro bouquet con olor a aguarrás. Muchos, de tan usados, están machacados, despeluchados, tanto que algunos recuerdan un poco a una vieja roquera despeinada, recién llegada a casa tras una loquísima noche de farra. Los hay finísimos, casi lampiños, y otros recios, hirsutos. También algunos vírgenes, que jamás han mojado en acuarela. Aquí todo es puro. Todo es sagrado.
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