«He intentado vivir en la ciudad, pero la verdad es que no puedo», suspira Haizea Laskibar, de 30 años, mientras pasea a sus perros por los exteriores del pueblo de Gazeo. Sin cruzarse con nadie, sin virus, sin mascarilla. Esta joven forma ... parte de los cientos alaveses residentes en pueblos con menos de cien habitantes que, en este contexto de pandemia, permanecen confinados dentro de sus municipios como medida de contención del coronavirus. Sin embargo, la falta de servicios como supermercados, bancos o farmacias les obliga a depender de sus vehículos y a adentrarse en localidades en zona roja, con tasas de contagio superiores a 500 casos por cada 100.000 habitantes, incluso varias veces por semana.
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Raúl López de Arbina se mudó a este concejo de Iruraiz-Gauna hace ocho años y trabaja en Aceros de Araia. «Lo único que podemos comprar aquí es el pan, al final estamos en Salvatierra cada dos por tres y el confinamiento complica las cosas», explica. Un control de la Ertzaintza frustró su última visita al taller para cambiar el aceite. «Me habían dado cita por teléfono, pero hay que asegurarse de llevar un comprobante para, por ejemplo, pasar la ITV en Miranda», señala este padre mientras los pequeños Izadi y Urdatx juegan a recoger palos para la leña.
Esta familia perdió a su abuelo por coronavirus el pasado mes de octubre. Desde entonces, los niños no van al colegio. «No están obligados a asistir hasta el año que viene y queremos asumir el menor riesgo posible», confiesa López de Arbina. Su madre trabaja en la residencia de ancianos de Salvatierra, que periódicamente cierra las visitas a las familias por la aparición de contagios. Otros motivos de peso para dejar el pueblo son servicios vitales como la sanidad o incluso la leña para calentar la casa. «Tenemos que comprar los pellets en Vitoria. Antes íbamos a Altsasu para ir al veterinario, pero ahora es imposible», resume Laskibar.
Un vecino recorre la carretera entre Gazeo y Ezquerecocha en bicicleta. «Suerte que me sé el mapa, pero cada vez es más difícil hacer deporte sin violar ninguna norma. Antes, al menos, estaba permitido pasar al municipio colindante», señalaba Javier Quintana, de 67 años, tras pedalear durante dos horas y charlar con algunos conocidos. Antes parte de la vida social de estos pueblos sin bares ni restaurantes se desarrollaba en sus sociedades, pero no se han reabierto tras su clausura en marzo.
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«Es una pena, nos gustaba juntarnos para jugar a las cartas los fines de semana», lamenta Nati Lecuona. Este local llegó a albergar las misas durante el invierno debido al frío que hace en la iglesia de San Román. Antaño las oficiaba su hermano, el sacerdote Juan José Lecuona. «Mi cuñado sale a hacer la compra porque yo ya no tengo carné de conducir», explica a sus 93 años. El periódico y el pan se reparten todos los días, la cartera pasa una vez por semana y, de vez en cuando, una furgoneta llegada de Oyón vende frutas, quesos y yogures. «Para ir al banco vamos a Salvatierra, aunque cada vez es más difícil y ahora nos hacen pedir cita», señalan.
Marcelino Coroso, de 77 años, ha vuelto al pueblo de forma temporal. «Tengo varias patologías y, cuando empezó la pandemia, mis hijos me invitaron a dejar la ciudad», bromea. ¿Se acerca una nevada? Su arcón está lleno de provisiones que repone cuando visita Vitoria para acudir al médico. ¿Hay un corte de luz? Coroso dispone de un generador.
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Iñaki Resano es uno de esos repartidores que acerca el pan, las magdalenas y un ejemplar de EL CORREO a los pueblos alaveses cada día. Recorrer Barrundia y San Millán cada día le lleva siete horas. «Entre marzo y septiembre se notó un repunte de la clientela porque, sin colegio, muchos vitorianos volvieron a los pueblos», revela. En la Taberna Aldaia, en Larrea, varios clientes le esperan puntuales. «Es irónico que tengamos que hacer la compra en Salvatierra cuando en Barrundia no tenemos ni un solo caso de Covid», apunta Rafael Segura antes de comprar un par de barras. En Dallo, a 8 kilómetros, Idoia Maguregi disfruta de un paseo a solas con su perro Eiko, de siete meses. Lo adoptó tras mudarse desde Lakuabizkarra. «Trabajo en las cocinas del hospital de Txagorritxu y hago los recados en Vitoria antes de venir. Compramos la casa justo antes de la pandemia y aquí se respira mucha paz, esto es una gozada», anima.
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