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El cuerpo, los huesos, los músculos, también tienen memoria. Francisca ha vuelto a sentir este mediodía aquel latigazo súbito que le recorrió la espalda a las 16.38 horas del 22 de febrero de 2000. Estaba sentada a la mesa camilla, algo traspuesta después ... de comer, cuando aquel bombazo sacudió su casa, en la calle Nieves Cano, en Vitoria. Los terroristas de ETA acababan de hacer explotar una furgoneta cargada con 20 kilos de explosivos para acabar con la vida del socialista Fernando Buesa y de su escolta, el ertzaina Jorge Díez Elorza. A ella, aquel estallido le dejó las cervicales inmóviles durante días. Hoy, tantos años después, se echaba la mano de nuevo al cuello frente al panel del nuevo Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo de Vitoria en el que se recuerda el asesinato del político vasco. Ante las fotografía del atentado, ante el uniforme del agente asesinado, Francisca ha vuelto a recordar aquel dolor físico y una conexión, un chisporrotazo en su memoria, le ha vuelto a hacer revivir el horror que respiró cuando, aquel día, bajó a la calle. «El ruido, el humo y toda esa gente corriendo hacia la explosión y ese hombre que vi, con un jersey beige, alejándose en sentido contrario». Esto, esta especie de catarsis de la memoria, provoca la visita al museo.
Francisca, cacereña, viuda de militar, ha sido la primera en cruzar las puertas del Memorial, que se ha abierto al público este mediodía. Tras ella, una decena de personas aguardaban para adentrarse en un recorrido «muy difícil, pero muy, muy necesario y más ahora que algunos se empeñan en que todos nos olvidemos de lo que pasó», comentaba, con la voz queda, María Juana García, vecina «de toda la vida» de Fernando Buesa, que no pudo evitar estremecerse al recorrer las salas del centro, al entrar en esa sala de proyecciones en la que familiares de víctimas de la barbarie terrorista relatan todo su dolor sin un ápice de odio. «Al escuchar todo esto, es que se me remueve algo por dentro... es que fueron demasiados años sufriendo», atinaba a añadir la mujer.
Al igual que María Juana y Francisca, daba la sensación de que muchos de los primeros visitantes al Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo acudían queriendo encontrar respuestas al recorrer esas salas, al acercarse a los objetos personales, a las cartas y también a los artefactos que se exponen en las vitrinas y que los terroristas utilizaban para imponer su dictadura del dolor. «Ahora parece que todo lo que se explica aquí pasó hace mucho tiempo pero no, esto fue hace cuatro días y lo sufrimos todos». Lleva razón Armando. Ver los paneles en los que se explica los métodos que utilizaban los asesinos para sembrar el terror, recorrer esa cronología del horror, llega a provocar un curioso efecto en el visitante: el de la distancia, el de, por un instante, percibir aquel dolor como algo demasiado pretérito y demasiado ajeno. Pero no.
La sensación asfixiante que se siente en la recreación, tan exacta, del zulo, de ese agujero en el que el funcionario de prisiones José Antonio Ortega Lara se pasó 532 días enterrado en vida golpea en la boca del estómago del visitante y provoca un nudo en la garganta que cuesta mucho deshacer. «Es tremendo, horrible lo que tuvo que pasar ese hombre, la sensación es horrorosa al estar allí dentro y eso que sólo he estado dos minutos dentro», comenta, emocionada, Alicia Robador. «¿Qué tuvo que sentir ese hombre? ¿Cómo pudo vivir creyendo cada día que no iba a salir con vida?», se cuestionaba Jesusa Rodríguez, también al salir de ese zulo. Igual aquí, a este Memorial, Jesusa, se viene a eso, más que a encontrar respuestas, a plantearte preguntas. Por muy difíciles que sean.
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