Apenas camino unos cientos de metros por un barrio del norte de la ciudad, oigo hablar dos lenguas: no son inglés y francés, ni siquiera dos variantes del español de América; lo que oigo son dos lenguas hasta hace bien poco consideradas extrañas en nuestras ... latitudes: árabe y swajili. Cerca de allí se ha instalado una mezquita pakistaní en los bajos de un edificio de vecinos, donde se dan cita multitud de personas en las fechas conmemorativas de su religión. Dos manzanas más abajo compiten entre sí dos carnicerías árabes, opulentas, con los mostradores repletos de carnes rojas y brillantes.
No lejos de allí, un bar de toda la vida se ha convertido en una taberna sudamericana, cuyas especialidades, publicitadas en una pizarra a pie de calle, desconozco absolutamente. Más allá, un antiguo bar de renombre está regentado ahora por una joven familia china: el local está limpio, el servicio es rápido, venden productos locales y la mujer que atiende la barra habla un español más que aceptable, los precios son ajustados, siempre ponen tapa y los grupos de jubilados hacen cola para tomar un café con pastas o un vino con pan y queso.
Un ruidoso grupo de jóvenes pasan a mi lado: tienen unos rasgos andinos, étnicos, y hablan un español sonoro, musical, del que sin embargo no entiendo casi nada. El domingo por la mañana, un grupo de familias africanas se dirigen a una celebración religiosa: llevan unos vestidos y unos trajes lujosos, exóticos, llamativos, todos van muy pulcros, caminan serios, elegantes, orgullosos, con sus libros en la mano.
Estamos viviendo en una sociedad multicultural, donde gentes venidas de muy lejos siguen practicando sus culturas y costumbres en un espacio diferente y alejado de sus orígenes. Pero lo hacen junto a nosotros, al mismo tiempo que nosotros seguimos practicando nuestras culturas y costumbres (no una, sino varias, por cierto). Y todos convivimos en ese mismo espacio en una especie de tensión unánime, quizá más acuciante en el caso de los emigrados.
Pero es la realidad de nuestras sociedades modernas y occidentales, adonde han emigrado gentes de África (marroquíes y saharauis, pero también senegaleses y congoleños), de América (mejicanos y argentinos, pero también colombianos, venezolanos y ecuatorianos), de Asia (chinos sobre todo, pero también coreanos) y de la misma Europa (no solo rumanos y húngaros, sino también, ahora, ucranianos sobre todo), es decir, gentes de todo el mundo, con sus lenguas, culturas, religiones y costumbres todas diferentes, incluso a veces muy diferentes de las nuestras.
Así es el espacio complejo y conflictivo del multiculturalismo, un fenómeno que está poniendo a prueba el funcionamiento mismo de nuestra sociedad, incluso de nuestros principios, considerados imperecederos e inamovibles hasta hace bien poco.
Ahora bien, el multiculturalismo supone la convivencia de todas esas culturas diferentes, pero separadas (a veces denominadas 'guetos'). Porque cada cultura tiene su espacio lingüístico, su código cultural, su régimen de costumbres, sus normas religiosas y hasta sus pautas de convivencia interna. Y todo ello supone un auténtico 'melting-pot', un enjambre de etnias, una compleja estructura cultural. Esto es debido, lógicamente, a las grandes diferencias que separan unas culturas de otras, y a la falta de una metodología socio-política capaz de permitir la convivencia real y eficaz de todas las culturas sobrevenidas, entre ellas mismas y también junto a las culturas preexistentes. Pero también a los problemas que nos afectan gravemente: crisis económica general, caída de la inversión, falta de tejido industrial, tensiones sociales, conflictos identitarios, inseguridad ciudadana, vaivenes políticos, cambios estructurales de la población y hasta cierta indefinición del sistema educativo.
Así que debiéramos cambiar el concepto de multiculturalismo por el de interculturalidad, dando lugar a un movimiento regenerador de la nueva sociedad surgida de todos los cambios que ya se han producido y que no tienen vuelta atrás. En este sentido, la interculturalidad es una situación ideal que supondría la interacción efectiva de todas las culturas al mismo nivel, con el mismo valor: todas las lenguas serían igualmente respetadas y practicadas, todas las religiones serían permitidas o reconocidas, todas las costumbres, por muy diferentes que fueran, tendrían la misma pertinencia, en fin, todos los seres humanos, con independencia de su etnia, serían considerados, por fin, iguales.
Un gran desafío, inasumible quizá para algunos. Pero, si no lo aceptamos, nuestros propios principios de humanidad y democracia pronto serán puestos en cuestión.
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